Como todo inmigrante de segunda generación, toda la vida he sentido que no soy ni de aquí ni de allá. Autoproclamada ‘ciudadana del mundo’ con un golpe en el pecho y un grito de orgullo que esconde un simple anhelo: el sentido de pertenencia.
Tal vez es difícil de entender, para aquellos que no tienen el alma partida entre dos hogares, entre dos culturas; para aquellos que no tienen que pensarse demasiado la respuesta, simple y contundente, cuando preguntan por su origen.
Tal vez me he acomplejado sin razón, pues a menudo me dicen que es motivo de celebración, esta dicotomía, esta riqueza cultural que, a veces, se puede volver un calvario, pues soy demasiado de allá para ser de aquí y demasiado de aquí para encajar allá. Y entonces, ¿dónde quedo?
Cómo puede ser que, habiendo vivido más de media vida aquí, no pueda serlo oficialmente. Y de querer pertenecer, tengo que decirle adiós a este otro cacho mío, rompiéndome un poquito. Se vuelve tan cansado, repetir y explicar, entre sonrisas y ‘es complicados’ la situación que más de medio millón de rumanos compartimos en territorio español.
Somos rumanos españolizados pero no españoles. Y, de querer serlo, es necesario renunciar a esa mitad rumana porque parece ser que la riqueza cultural no se entiende con las nacionalidades o con la política. Parece ser que sentirnos de aquí no es suficiente para ser de aquí y al mismo tiempo de allá: dos caras de una misma moneda.
Sin embargo, por primera vez aparece un atisbo de esperanza con la pasada cumbre hispano-rumana y las primeras discusiones sobre un posible acuerdo hacia la doble nacionalidad. Un amparo, un reconocimiento que menguaría esta crisis identitaria, una forma de decir que está bien ser de aquí y de allá, hispano-rumano o rumañol, sin tener que escoger.