Los días nublados ayudan a reconsiderar los soles de la infancia. Aunque se vean más grises los horizontes del mar, ayudan a descubrir el escondite de las reflexiones y de los buenos propósitos, que el fuego del verano no permite en sus mañanas sedientas.
Entre los buenos propósitos no están los de aquellos que, a cada rato, repiten eso de “lo volveremos a hacer”, sin que puedan justificarlo más que con una inclinación sucesiva de vasos de ginebra, que desnivela en todo el propósito de enmienda necesario.
Empecé escribiendo sobre los días nublados sin darme cuenta de que muchos atraviesan meses, años enteros por espesuras de conocimiento nacidas en el nido de las tabernas continuas… En alguna parte he leído yo (y ustedes sepan disculparme) que, cuando se cierran los bares, se abren las piernas.