Dentro de esa pauta protocolaria perfectamente organizada en la Iglesia que se pone en marcha con la muerte de un Papa y la elección del sucesor tiene una importancia extraordinaria el cónclave que tiene lugar a puerta cerrada en la Capilla Sixtina. Ahí no solo se elige al nuevo Papa que liderará a los más de 1.300 millones de católicos en todo el mundo, se decide con su nombramiento el camino que seguirá la Iglesia en un escenario geopolítico complicado como el actual en el que la figura del pontífice se eleva a un papel trascendente.
Durante los próximos días, el mundo observará con atención el desarrollo del cónclave. Con el fallecimiento del Papa Francisco este 21 de abril, la Iglesia Católica entra en un periodo conocido como sede vacante, durante el cual el puesto del Obispo de Roma permanece sin ocupar. Este momento marca el inicio de uno de los procesos más solemnes, reservados y significativos dentro del catolicismo: el cónclave, una tradición centenaria que se consolidó en el siglo XIII.
Cónclave, que proviene del latín cum clave, que significa “con llave”, en alusión directa al aislamiento absoluto en el que se reúnen los cardenales electores para deliberar y elegir al nuevo Papa sin distracciones y para ello ni tendrán móviles ni podrán comunicarse con el exterior hasta que acabe.
El cónclave lo convoca el decano del Colegio Cardenalicio, y solo participan aquellos cardenales que tengan menos de 80 años en el momento de la muerte del pontífice. Esta regla fue establecida para limitar la participación a quienes, en teoría, están en condiciones plenas para asumir responsabilidades eclesiásticas activas, aunque los cardenales que participarán en esta ocasión tiene una media de edad superior a los 70 años.
Desde 1276, las elecciones papales se han realizado mediante cónclaves, un ritual que sigue el procedimiento marcado en la bula Ubi periculum promulgada por Gregorio X. Hasta ese momento el Papa era elegido por el clero y el pueblo romano.
Hasta ahora se han celebrado 75 cónclaves, siendo el último el celebrado en 2013, cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido como Francisco, sucediendo a Benedicto XVI.
El proceso está muy reglado en cada paso que se da hasta la famosa fumata blanca. Los cardenales reunidos en Roma y se trasladan en procesión desde San Pedro a la Capilla Sixtina, y se cierran las puertas. Quedan aislados del mundo exterior y su misión acabará cuando elijan nuevo pontífice.
Los cardenales participarán en hasta cuatro votaciones por día
—dos por la mañana y dos por la tarde. En cada ronda, los cardenales escriben en secreto el nombre del candidato de su elección en una papeleta, que doblan y colocan en un cáliz. El sistema está diseñado para asegurar tanto el anonimato como la seriedad del proceso.
Nadie sabrá jamás lo que se dice dentro y lo que sucede en esa capilla hasta llegar a ponerse de acuerdo los 135 cardenales de 70 países que tomarán parte en esta ceremonia. Todos firman un acuerdo de confidencialidad. Lo que pasa en el cónclave se queda en el cónclave.
Nueve cardenales son elegidos al azar con roles definidos: tres como escrutadores, encargados de contar y leer los votos; tres como encargados de recolectar los votos de cardenales que pudieran estar enfermos; y tres revisores, quienes validan el proceso. Para que un candidato sea proclamado Papa, debe alcanzar una mayoría de dos tercios de los votos.
Tras cada votación, las papeletas se incineran. Si no se ha alcanzado la mayoría requerida, se añade paja húmeda o productos químicos para que el humo que emana de la chimenea sea negro, lo que indica que aún no hay un nuevo Papa. Si se alcanza el consenso y el elegido acepta el cargo, el humo es blanco, señal que anuncia al mundo que el cónclave ha concluido exitosamente.
Cuando hay nuevo Santo Padre, una vez que el elegido haya aceptado, el Cardenal Protodiácono se asoma al balcón de la Basílica de San Pedro y proclama: “Habemus Papam!”, seguido del nombre de nacimiento del nuevo pontífice y el nombre que ha elegido como Papa. El nuevo líder de la Iglesia sale entonces al balcón para dar su primera bendición Urbi et Orbi a la ciudad y al mundo.
Uno de los episodios más destacados ocurrió tras la muerte de Clemente IV en 1268. La elección de su sucesor tomó casi tres años, en un cónclave celebrado en la ciudad de Viterbo. El proceso se extendió tanto que las autoridades locales, desesperadas por una decisión, encerraron literalmente a los cardenales y hasta quitaron el techo del lugar donde deliberaban para acelerar la elección. Finalmente, se eligió a Gregorio X, según revela el diario Excelsior.