La jueza Elara Vance, una migrante en el infierno (parte 2)

17 de julio de 2025
6 minutos de lectura
El infierno
Giovannid da Modena, ‘El infierno’.
«Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno, malo; que hacen de la luz
tinieblas, y de las tinieblas, luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo…» -Isaías 5:20

Prólogo del Infierno: El eterno tormento de la jueza Elara Vance.

En las profundidades abisales, donde el tiempo se disuelve en el tormento, la jueza Elara Vance padece el fuego infinito y eterno. Su cuerpo, ahora etéreo pero tangible al dolor, es un lienzo de heridas lacerantes que se repiten sin cesar.

Cada fibra de su ser arde, y el tormento, lejos de menguar, se repite y se repite por toda la eternidad, en una repetición infinita y monstruosa que no concede tregua.

De su alma emana un lamento incesante, un grito que clama clemencia y perdón, una y otra vez. Las lágrimas, calcinadas antes de caer, son el eco de un sufrimiento que no encuentra consuelo.

Desgarrada por la desesperación, implora piedad, pero su voz se pierde en la vorágine de su propio castigo. Esta agonía es la inexorable consecuencia de los actos que cometió en vida, cuando, llena de petulancia, se sentía superior, altísima, mejor y más sabia que todos.

Nunca Elara Vance entendió que su salvación radicaba en la misericordia que pudo haber concedido a los hombres que condenó; por el contrario, no les otorgó piedad ni perdón, valiéndose astutamente para aplastarlos, denigrarlos y jamás conceder la razón a su defensa.

José, el hombre que ella crucificó, se le presentó como su propio Cristo Salvador, una oportunidad para redimir su alma del infierno, pero ella, terca en su arrogancia y prepotencia, prefirió condenarlo que salvarse a sí misma.

Nunca pareció Elara haber leído a José Ortega y Gasset y su máxima «yo soy yo y mis circunstancias… y si no la salvo a ella no me salvo yo»; al no salvar su circunstancia, no salvó su alma.

Su clemencia no es escuchada; es el pago implacable por justicia divina, el
merecimiento por las vidas que destrozó. Y en ese instante, una voz tan potente como un volcán retumbó en la negrura, la voz del mismo Satanás, quien la esperaba ansioso: «Te estaba esperando, Elara.»

A partir de ese momento, su tormento se intensificó, un pago eterno por actos como los siguientes:

Elara Vance: una plaga en el estrado

El nombre de la jueza Elara Vance no inspiraba temor, sino un profundo
desprecio. La gente la veía con el repudio que se le tiene a una persona con su trastorno de la personalidad, de corazón podrido, una verdadera encarnación de la maldad sentada en el estrado.

Su existencia en la judicatura era como una leprosa moral a quien se le rehúye el cuerpo, una figura de la que la gente se apartaba, no por miedo al físico, sino por la repugnancia que inspiraba su alma enferma.

El rostro de Elara, de alguna manera, lograba disimular la abismal maldad que albergaba, como si su exterior no graficara la perversión interior. Era una contradicción engañosa, similar a la antigua concepción de Luzbel, un ser de atributos imponentes, cuya aparente magnificencia ocultaba la más pura malevolencia.

Dr. Jekyll

No es que Elara Vance fuera necesariamente hermosa, sino que su semblante engañaba de tal forma que nadie podría imaginar la maldad que
realmente guardaba. Este engaño, propio de un trastorno de la personalidad psicopática, le permitía actuar con una duplicidad escalofriante, como un Dr. Jekyll en el estrado, que en la sombra operaba como un Mr. Hyde judicial.

Con una mirada que destilaba un odio profundo y visceral, Elara condenaba a los hombres sin pruebas sustanciales, solo por el innegable hecho de su género.

Su desempeño era una impostura judicial, pues aunque ostentaba el cargo de jueza, sus acciones desmentían la esencia misma de la justicia. Un verdadero juez está para ser imparcial, no un instrumento de maldad y arbitrariedad bajo el amparo de la ley.

Esta entidad maligna, disfrazada de jueza, se regodeaba en su supremacía
sobre otros jueces, y se burlaba abiertamente del conocimiento y la sabiduría de los letrados.

Para ella, el principio fundamental iura novit curia (el juez conoce el
derecho) era un principio vacuo, desprovisto de todo valor, pues lo que ella
aplicaba no era el derecho, sino su voluntad.

Utilizaba su habilidad para manipular los procesos y sentenciar a capricho, apoyada por un círculo de cómplices silenciosos que secundaban su tiranía.
En su tribunal de género, la justicia era un espejismo. La presunción de inocencia era pateada vilmente de manera grosera, reducida a una quimera borrosa, una sombra desdibujada, una promesa vacía.

Elara actuaba siempre de bajo perfil antes de proceder a un juicio, moviendo hilos invisibles. Colocaba a otros jueces serviles que estaban por debajo de ella, manipulándolos para preparar todo el escenario judicial perverso.

Daltonismo

Era evidente que las pruebas de inocencia de los acusados no le importaban. Ella las ignoraba, las destruía simbólicamente delante de todos; era una auténtica burla que insultaba la inteligencia ajena. Parecía que sufriera de un daltonismo jurídico, pues las cosas no las veía con el color en que se tenían que ver, incapaz de discernir la verdad del engaño.

Además, padecía un estrabismo judicial que le impedía ver la rectitud de la ley y las evidencias presentadas, y una sordera selectiva a la verdad, negándose a escuchar lo que no quería oír. No era ignorancia del derecho, sino una obstinación férrea, una voluntad inquebrantable de condenar. Su carrera judicial era una cadena de venganzas personales disfrazadas de imparcialidad.

José: El Cristo Crucificado
En este ambiente hostil, el caso de José semejaba un derramamiento de sangre, un correr de sangre inocente. Aun cuando no se tratara de una sentencia de muerte en el sentido propio, la jueza Elara estaba sentenciando a muerte a José al desconocer sus derechos y al crucificarlo vilmente.

Era como si Elara desconociera el derecho, o, peor aún, ex profeso desconociera la ley para no aplicarla, sino que la acomodaba convenientemente para crucificar a José.

Su odisea judicial se convirtió en una vía dolorosa personal, un calvario de
humillación y sufrimiento inmerecido. En cada audiencia, José recibía los latigazos verbales de una acusación infundada, fabricada con malevolencia, y era víctima de una ausencia total de tutela judicial efectiva.

La jueza le asestaba puñaladas por la espalda con sus decisiones, para luego, con una morisqueta en la cara, dejar ver su verdadera esencia perversa.

En este vía crucis de injusticia, el abogado defensor de José, actuando como un verdadero Cirineo, cargó con el peso de la causa. Sus esfuerzos no fueron fútiles, sino llenos de humanidad, ética y honorabilidad, las cualidades que Francesco Carnelutti atribuía a un jurista íntegro.

Como bien decía Carnelutti, el abogado debe estar «al lado del preso, del oprimido, del engañado», defendiendo la justicia incluso contra la tiranía judicial. Cada petición, cada alegato de inocencia, aunque
recibido con desprecio, era un acto de valentía y fidelidad a la verdad. Y, al pie de este madero legal, estaba la esposa de José, su María Magdalena, con el rostro bañado en lágrimas, el alma rota, pero su mirada de amor incondicional ofreciéndole un consuelo silencioso en medio de la desolación.

Aunque no pudo limpiarle el sudor y la sangre con un lienzo, su presencia fue el único bálsamo en la tortura de su espíritu.

José, al igual que el Cristo Salvador, fue despojado de su dignidad, humillado en público y sentenciado a un calvario inmerecido. Para José, no hubo milagros que lo libraran del madero, ni ángeles que detuvieran la mano de sus verdugos judiciales.

Su alma fue lacerada por la injusticia, su espíritu consumido por la
desesperación. La arrogancia de Elara, su convicción de que su poder terrenal la hacía intocable, le negó cualquier atisbo de misericordia.
Para un jurista de la talla de Francesco Carnelutti, un juez debía poseer una
humanidad profunda y compasión, ser imparcialidad absoluta y desapegado de las pasiones, mostrar humildad y conciencia de su propia falibilidad, y ejercer una pureza de espíritu sin sombra de venganza.

La jueza Elara Vance y su séquito carecían de cada una de estas virtudes esenciales. No había en ellas la capacidad para la misericordia que hace grande a un juzgador; en su lugar, dominaba una ceguera voluntaria a la verdad y una sed de condena.

Ella no era, como sostenía Carnelutti, una «persona pura, sin tacha ni mácula», sino el reverso exacto de la virtud judicial. La jueza Elara Vance se ha ganado el infierno a pulso.

No fue solo José; existen incontables “los José” que pasaron por sus tribunales y los de otros jueces. Son los muchos Abel masacrados por una «justicia» que esconde “los Caín” modernos, ejerciendo venganza disfrazada, fingida, oculta y enmascarada detrás de las togas. Pero la balanza del universo tiene un equilibrio implacable.

Cada lágrima derramada por “los José” y por los incontables inocentes se convirtió en una brasa, una cuenta pendiente que la jueza Elara pagaría en el infierno. «El que oprime al pobre afrenta a su Hacedor; más el que tiene misericordia del pobre, lo honra.» – Proverbios 14:31

Dr. Crisanto Gregorio León, profesor Universitario
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