Si son tan bonitas, ¿por qué corren el riesgo de ser llamadas brujas?

9 de julio de 2025
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El riesgo de ser llamadas brujas
Átropos cortando la hebra de la vida. /Wikipedia

La malevolencia coordinada no las define: ¿entonces por qué lo hacen?

«No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo la capa de la justicia» (Montesquieu)

I. Preámbulo: la anulación de la justicia y la paradoja de la belleza angelical

En este aciago relato, las prerrogativas de el acusado, destinadas a que sus clamores fuesen escuchados y sus argumentos valorados con imparcialidad, fueron sistemáticamente anuladas. Su travesía procesal, que debió ser un camino recto y transparente, degeneró en un sendero sinuoso de espejismos y perversiones, donde su anhelada libertad quedó suspendida bajo el filo ineludible de Atropos.

El presente discurre sobre figuras de una belleza angelical, cuya estética contrasta vehementemente con sus inesperados procederes, revelando una discordancia profunda entre su forma y su fondo. Es imperativo concebir que un resquicio de esperanza, una bondad recóndita, pervive en lo más íntimo de cada una de ellas, insinuando que quizás un trauma o una frustración pretérita las condujo a esta lamentable complicidad con la injusticia. No son brujas por naturaleza, pero al comportarse de cierto modo, corren el riesgo de ser llamadas así.

II. El tribunal de los ecos: las hilanderas del destino judicial

En un tiempo inmemorial, en los salones de mármol del Tribunal de los Ecos, donde las luces de la verdad a menudo eran tamizadas por densas cortinas, se congregaron cinco mujeres bonitas por su estampa, y que nadie pudo pensar que en efecto eran capaces de actos siniestros y de tramar emboscadas con el uso excesivo de mentiras. Ellas ocupaban sus sitiales o merodeaban por sus pasillos. No quisiéramos asemejarlas a las Parcas que tejían la vida y la muerte por un designio celestial, cuyas decisiones eran inmutables; más bien, se trataba de la Hilandera, la Medidora y la Cortadora del Destino Judicial, junto a la imponente Bruja Hermosa Mayor que las manipulaba, y la afable Bruja Delgada que todo lo atestiguaba.

Su labor, en teoría, era asegurar que los tejidos de la justicia fueran rectos y sin nudos; mas, en la práctica, sus intervenciones daban la impresión de estar guiadas por intereses no cónsonos con su estandarte, y una malicia inusitada para quienes en esencia poseen pureza de espíritu. En aquel célebre caso, la urdimbre no parecía diseñada para la equidad, sino para ahogar las verdades y someter las libertades a un capricho. Esto se manifestaba porque todas se movían al unísono, sus voluntades sincronizadas no para el proceder correcto según la ley y la equidad, sino para ejecutar los designios no leales a la justicia de una Bruja Hermosa Mayor que las manejaba, dejando entrever la posibilidad de lucir indignas y carentes de autonomía. Su obsecuencia para cuidar sus puestos, tejiendo actos de sorpresiva maldad a su antojo, podría resultar nauseabunda por incorrecta.

Para ellas, la justicia era un concepto vacío, la verdad una variable molesta, y los honores del derecho, chistes que solo provocaban risas internas. Estas damas del embrujo se jactaban en lo que lastimosamente se ve como suficiencia engañosa, complacidas entre ellas mismas; al punto de verse siniestras cuando seguramente son bellas también por dentro —pero deben demostrarlo—, configuraban y cuajaban la injusticia a su antojo, porque para ellas bastaba lo que cada una pensaba, sin importar lo que estaba escrito en los libros de las leyes o en los oráculos divinos. Poco o nada les importaban sus propias almas ni el Tribunal Divino que las aguardaba, evadiendo con soberbia la certeza de que serían juzgadas por sus actos y por la transgresión de los principios más sagrados. Igual les era indiferente la rectitud o que el mundo entero se diera cuenta de cuán alejadas estaban de su esencia divina, a pesar de que Dios desea rescatarlas de su desvarío en la injusticia y que deben poner esfuerzo por asemejarse más a la justicia que a la injusticia.

III. La bru delgada: testigo silencioso del dislate en la aplicación de la ley

A menudo, revoloteando en las galerías superiores, la bruja delgada y mirada etérea, quizás un poco distante o enigmática observaba con su vieja escoba. Esta figura, que en épocas ancestrales fue designada para vigilar que las balanzas de la justicia permanecieran equilibradas en todos los juicios, realmente poseía un espíritu divino, un alma pura, colmada de bondad. Escuchaba con profunda compasión los clamores y las súplicas de los acusados y de sus defensas, comprendiendo el pesar y la injusticia. Sin embargo, algo, inexplicable y oscuro, la contaminó, la menoscabó, arrastrándola a una pasividad que contradecía su esencia. Su presencia, que debería haber sido un baluarte contra la desviación de la ley, se había transformado en la de una cómplice silenciosa, una sombra que, con su escoba, volaba por todos los rincones del Tribunal, atestiguando las maquinaciones más abyectas sin levantar una sola protesta. Se había dejado arropar por aquellas situaciones tan malignas y demoníacas, dejando de cumplir su verdadero rol y convirtiéndose en un engranaje más del entramado injusto, un testigo mudo de la prepotencia de sus compañeras. Su semblante, de una belleza innegable y agradable, no reflejaba maldad; y al mirar sus ojos, se apreciaba bondad. Resultaba incomprensible que, poseyendo tal pureza latente y esa apariencia de dulzura, no actuara para poner fin a aquella perversidad y no fuese consecuente con vigilar el cumplimiento de la justicia equitativa, su verdadera misión.

IV. La captura ilegal y el desgaste calculado

El antiguo decreto de la Granja de la Justicia era claro y rotundo: si una sombra de maldad se perseguía con el filo de la ley sin una orden previa, debía hacerse bajo la luz del mismo sol o su primer ocaso; no más allá de veinticuatro giros de la arena desde el supuesto evento. Era un mandato fundamental, grabado en los pergaminos más antiguos, para evitar las trampas de la oscuridad y la arbitrariedad. Sin embargo, en el caso de el acusado, los hilos de su captura fueron hilados mucho después, tras treinta y un eclipses desde el momento que se le atribuyó la falta. Fue una aprehensión forjada en la noche, fuera de los tiempos permitidos por los mismos principios inquebrantables de la justicia. Los clamores del afectado resonaron, señalando esos hilos podridos desde su génesis. Las Hilanderas, con una altivez que no les beneficia en su imagen y que se confundía con el hastío, escucharon las súplicas de los defensores como quienes atienden a ladridos lejanos, sabiendo que su Bruja Hermosa Mayor había dictado ya el inicio de un desgaste calculado de las defensas. La Delgada Bruja, desde su percha en lo alto, solo giró su rostro y asintió con un movimiento imperceptible, complaciéndose en la sinergia del mal, aunque en su interior, un vestigio de su espíritu puro se estremeciera.

V. El pugilato intelectual perverso y la distorsión de la verdad

Fue entonces cuando las Hilanderas mostraron su particular arte, elevando el juicio a la categoría de un pugilato intelectual perverso. Atropos, la Cortadora Inevitable, quien presidía el Tribunal y llevaba el peso de los dictámenes finales, junto a Lachesis, la Medidora de los Hilos, y Clotho, la Hilandera del Comienzo, con unas astucias dignas de las más viejas hechiceras, desviaron las miradas de la podredumbre original. «Hablemos de la presentación de los prisioneros ante los umbrales,» decretaron sincronizadamente, sus voces un solo eco de la voluntad de la Bruja Hermosa Mayor, como si las discusiones sobre velos pudieran ocultar los hedores de los tejidos corrompidos. Para ellas, los debates jurídicos no eran búsquedas de las verdades, sino arenas donde la agudeza de sus hechicerías debía prevalecer. Metamorfosearon las súplicas y los argumentos de la defensa, retorciendo cada palabra, mancillando cada verdad, y haciendo que las voces de la razón resonaran en laberintos de espejos, transformando las esencias mismas de los litigios en burlas. Los puntos nodales, las ilegalidades intrínsecas de las capturas, quedaron sumergidos bajo mareas de irrelevancias, mientras las libertades de El Acusado se consumían lentamente.

Ellas, por su parte, se regocijaban en los logros de su brujería, susurrando risas y burlas mientras, como los gatos tapan sus inmundicias, ellas ocultaban las verdades bajo velos de artificio legal, convencidas de que su hubris arrogante era la única ley que importaba y de que sus propios caprichos eran la única verdad. Su distorsión mental era tal que, en un juego de encaje tan sencillo —donde los niños aprenden a colocar el cuadrado en el cuadrado y el triángulo en el triángulo—, ellas, con soberbia, ensamblaban las figuras donde no debían, reprobadas así en el examen más elemental de la lógica y la rectitud. Era la prueba irrefutable de cuán alejadas estaban de la naturaleza para la cual fueron creadas, reflejo de la pérdida de su esencia divina. Entre ellas se congraciaban, estas damas del embrujo, complaciéndose en la violación del espíritu mismo de la bondad, la equidad y la justicia que los mensajes divinos pregonaban. Y la Bruja Delgada, siempre presente, asentía con un movimiento sutil de su rostro, su complicidad tan fría como el mármol del estrado, deleitándose en la complacencia mutua de sus compañeras.

VI. La belleza angelical engañosa y la cadena de la injusticia

La Bruja Hermosa Mayor, una mujer de una belleza angelical e imponente, era el centro de esta red de malicia. Su rostro, de rasgos perfectos y expresión serena, desmentía la oscuridad de su corazón y la manipulación que ejercía sobre las demás. Del mismo modo, Atropos, la Cortadora Inevitable, poseía una belleza singular, una afabilidad en el trato que engañaba a cualquiera, ocultando la puñalada por la espalda que estaba dispuesta a asestar. Su sonrisa, aparentemente dulce, era el velo de una voluntad férrea para imponer la injusticia. Además, Atropos contaba con una asistente, una mujer también de innegable belleza angelical, que caía en gracia apenas uno la veía, con gestos y palabras encantadoras. Sin embargo, detrás de esa fachada amable, siempre ocultaba segundas intenciones y hacía un uso predilecto de la mentira, mostrando una naturaleza profundamente mitómana. Esta asistente, con su verborrea falaz, servía con ciega obediencia a las Hilanderas (Atropos, Lachesis y Clotho), quienes a su vez rendían pleitesía a la Bruja Hermosa Mayor, consolidando así la cadena de una injusticia perfectamente orquestada. ¡Cuán a menudo los hombres caemos en la trampa de los rostros bonitos, de las apariencias que prometen dulzura y esconden el más agrio de los engaños!

VII. Oráculos desvanecidos y Maquinaciones Coordinadas

Aún más inquietante se tejió esta trama: se susurró en los pasillos del Tribunal de los Ecos que los dictámenes finales de las Hilanderas se basarían en antiguos oráculos, concebidos en tiempos donde los límites de las persecuciones eran más etéreos y la flagrancia parecía eterna. Las defensas, aferrándose a las esperanzas, clamaron que esos oráculos habían sido superados por decretos más recientes y claros, que ponían cerrojos de tiempo a los hilos de las persecuciones sin órdenes. Pero cuando los pergaminos finales fueron desenrollados por Atropos, los oráculos antiguos habían desaparecido, como si nunca hubieran sido invocados, evadiendo las confrontaciones con las nuevas leyes.

Estas omisiones, sumadas a las demoras en revelar los dictámenes, no eran simples descuidos; eran maquinaciones coordinadas, calculadas por la Bruja Hermosa Mayor para que sus súbditas, bajo la posibilidad de lucir indignas, eludieran las luces de los nuevos decretos y mantuvieran los hilos de las ilegalidades atados, perpetuando afrentas a la razón y a la justicia que se extendían mucho más allá de los aciagos destinos de El Acusado. Las verdades, para ellas, eran solo otras piezas en sus tableros de engaños, algo que podía ser ensuciado y luego cubierto con la misma facilidad con la que la Bruja Hermosa Mayor movía sus piezas. La Bruja Delgada, desde su escoba, observaba este gran engaño, su silencio se envolvía en la complicidad que le quitaba bonitura,  resonando más fuerte que cualquier grito, complacida en la hermandad del mal, a pesar del tormento de su alma prisionera.

VIII. La complacencia y la desconexión de la esencia divina

En la paradójica realidad de este equipo de mujeres bonitas, cuya apariencia es un velo para la fealdad de sus actos, late la esperanza de una bondad oculta, una respuesta quizá a frustraciones o daños que las impulsaron a obrar de este modo. Fue bajo esta sombra, sin embargo, que las libertades de El Acusado, la gema más preciada de su ser, sucumbieron bajo el acero implacable de Atropos. Paradójicamente, el origen mismo de su encierro radicaba en los hilos defectuosos que las Hilanderas tejieron desde el principio. La Bruja Hermosa Mayor, con gélida complacencia, observaba y se deleitaba con el lento desgaste de las defensas, disfrutando cada estocada en este combate judicial tan desequilibrado. Para todas ellas, su complacencia mutua y su bizarro proceder en sentido anglo eran su única verdad y su máxima satisfacción, ignorando el juicio inapelable de sus almas ante las leyes divinas y el espíritu mismo de la justicia, así como su distanciamiento de la rectitud y la naturaleza para la cual fueron creadas. Como bien se murmuraba en los viejos pergaminos: «Cuando los juicios son juegos, no son buenos.»

IX. La ceguera del poder y el sufrimiento del inocente

Desde la opulencia y el privilegio de su Aquelarre Judicial, un espacio donde los hilos del destino son tratados con la ligereza de un juego, estas damas bonitas de rostros hermosos parecieran no percatarse, o peor aún, ser indiferentes a que sus caprichos y decisiones están jugando con la vida de un hombre que tiene hijos, un hombre que carga con el peso de la enfermedad, y que ahora sufre la ergástula de la injusticia. La crueldad de la injusticia que sobre él se cierne amenaza incluso con arrebatarle la vida en sus años ya adelantados en el tiempo, llevándolo incluso a considerar la oscura idea de quitarse la propia vida. Su familia y sus hijos padecen al ver que, a pesar de sus llantos, sus lamentos y de todo el esfuerzo que se hace, a ellas las ciegan las «gringolas mentales», dispuestas a saciar únicamente la posición circunstancial que ocupan, olvidando que ellas también serán juzgadas por Dios ante el Tribunal Divino. La frialdad de sus juicios emana de ese laboratorio de la iniquidad, donde la dimensión humana de cada caso se desvanece ante la distorsión del poder de quienes actúan con malicia, arrastrando no solo el destino de un individuo, sino también el porvenir de una familia entera.

X. El clamor por la redención y la esencia divina

Ahora, un clamor se eleva desde las profundidades del cautiverio, un ruego a la Cima Eterna de la Equidad, al Gran Tribunal de los Antiguos Dadores de Justicia. Este clamor apela a la esencia divina que las creó, pues ellas no nacieron malas, sino que fueron gestadas por un ser superior, divino, bueno. ¿Por qué, entonces, se transformaron? ¿Qué frustraciones o daños las llevaron a esta complicidad para cometer injusticias, cuando de ellas se esperaba una conducta tan distinta? Es su comportamiento, y no su esencia, lo que las afea. Por tanto, tienen la capacidad de transformar su espíritu cuando así lo decidan, porque su esencia es bella y divina; simplemente se están dejando arrastrar por la maldad. Y al cielo le piden los defensores que esta Bruja Delgada, tan carismática, aquella cuyo rostro no refleja maldad y cuyos ojos revelan bondad, sea el estandarte inquebrantable que no se deje embaucar ni someter más a las argucias infames de las conductas no queridas.

Imploran que su espíritu divino, aunque velado, emane y las envuelva a todas, para que aquellas que en algún momento fueron buenas y ahora se portan mal, pongan fin a esta malevolencia coordinada y vuelvan a su casa de Dios, llenas de un espíritu sin dolor ni contaminación que las muestre en su verdadera naturaleza. Se pide que las verdades sean reveladas, que los hilos torcidos sean enderezados, que los cuchillos de Atropos sean detenidos y que los espíritus de las leyes inmemoriales prevalezcan sobre los juicios de quienes se comportan de este modo, y el oscuro poder de la Bruja Hermosa Mayor que los comanda, cuya propia esencia, nacida de lo divino, se ha tornado en un enigma sombrío.

«Si alguien sabe hacer el bien y no lo hace, se le tendrá como pecado» (Santiago 4:17)

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