Se ha quedado la Iglesia tiritando en este diciembre caluroso. Seguramente antes de morir, Benedicto XVI habrá mirado de reojo su blanco solideo sobre la mesita de noche para dar gracias a Dios por el tiempo en que lo tuvo, entre las más altas responsabilidades, y por el tiempo en que ese mismo solideo, tras su renuncia, sólo fue memoria albina sobre su cabeza. En él, anidarán ahora las palomas.
La humildad del papa que se ha ido y su compatibilidad con el que sigue, han sido bandera de reflexión en estos últimos diez años. El alemán y el argentino nos han dado muestras de una profunda y armónica elegancia que únicamente pudo mantenerse en el tiempo por el respeto y la ternura con que se han tratado.
El papa Benedicto, al abrir los brazos, el mundo estremecido se mecía en ellos desde la más ancha sonrisa que apenas si le cabía en la boca. Después, convocaba a Mozart al piano hasta que bailaba el silencio dentro de su corazón entregado. Biblia, oración, teología, Jesús de Nazaret y su millón y medio de ejemplares vendidos, componían el ramo de novia de su destino. Puede que alguna intransigencia brotase de su razonamiento germano que prontamente ablandaba desde la honda mirada de la fe.
El papa Francisco no tiene temperamentos escondidos. Ha vivido en una Argentina donde la grandeza y la miseria llevan años queriendo convivir sin resultados. Dios no quiere tanta distancia entre sus hijos y al cardenal Bergoglio, jesuita de alma y de firmeza, tuvo en Buenos Aires fama de hombre religioso y social que, cuando cargaba las tintas sobre lo social pareciera que olvidase lo religioso… Jamás lo haría alguien de su talla, que tan bien conoce el evangelio y sabe que sin el Dios de Jesucristo no tienen desembocadura las prevalencias humanas.
Estos dos hombres, tan distintos, han convivido queriéndose con el exquisito respeto de saber que en la diversidad está la comunión. Pedro fue el apóstol fogoso de las madrugadas sobre su barca vacía, hasta que llegó Jesús y la madera no podía soportar tanta abundancia. Juan, escuchaba en el pecho del Maestro las melodías, los arrullos de su secreto; más tarde, el papa Benedicto logró interpretarlas, llevando sus músicas al comportamiento.
Ninguno de los dos puede añadir más blancura a su elegancia.