José María Asencio: «No existe ninguna verdad absoluta, porque toda verdad es, en esencia, una opinión»

15 de mayo de 2022
10 minutos de lectura
El magistrado, José María Asencio, autor de la novela "En busca de la irrealidad.

Que un juez haga buenas sentencias no es raro. Es lo suyo. Para eso ha estudiado una carrera, ha hecho una oposición encerrándose cuatro años y medio en su habitación empollando –la media– y luego ha recibido una formación adicional en la Escuela Judicial de Barcelona.

Lo que sí que es raro es que un juez escriba bien y haga buena literatura, como el alicantino José María Asencio, autor de la novela «En busca de la irrealidad».

Es su primera novela y tiene como escenario la ciudad de Barcelona, en la que está destinado como jefe del Área de Relaciones Externas e Institucionales de la Escuela Judicial. La escuela de jueces que el Consejo General del Poder Judicial tiene en la cercana sierra de la Collserola, al pie del Tibidabo, mirando sobre la Ciudad Condal.

El magistrado tiene su destino como JAT en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña –ahora en servicios especiales–, es consultor internacional, ponente habitual en congresos nacionales e internacionales y profesor de derecho. Le tira el derecho, es cierto, es doctor, pero también la literatura. Esta novela es, como se diría en lenguaje forense, «el cuerpo del delito».

El protagonista de su novela es Manuel, un joven escritor que vive en el Raval del Barcelona y que, habitando entre dos planos, entre lo onírico y la realidad, confunde donde se encuentra, mientras trata de encontrar lo que está buscando, que no sabe qué es.

«En busca de la irrealidad» es un relato que sorprende, gratamente y que entraña, en su esencia, un pequeño diamante de conocimiento muy pulido de muchos megas de kilates.

¿Es usted consciente de que ha escrito un libro de filosofía disfrazado de novela? ¿Y que le ha salido una obra sobre el sentido de la vida…?

Es la primera vez que me plantean esta pregunta. Hasta ahora habían calificado el libro como una novela que roza el ensayo, pero nunca como un libro de filosofía.

Aunque la filosofía trata del hombre y, por tanto, si se abunda en esa parte del pensamiento que transita entre la realidad y la irrealidad, es inevitable que se entre en esa ciencia, que es tal, pero sobre todo vida.

A mi juicio, la lectura es un acto puramente personal, uno de los más personales que podemos realizar en nuestra vida cotidiana.

Por ello es importante que lo que leemos tenga la capacidad de transportarnos al terreno de la reflexión. Si no, habremos pasado un buen rato, si la prosa es buena, o uno malo, si no lo es, pero nada más, cerraremos el libro y a otra cosa.

Sobre la búsqueda de uno mismo. Con las preguntas que el ser humano empezó a hacerse desde que tiene inteligencia: ¿quién soy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿cuál es mi misión?

Siempre he pensado que es demasiado pretencioso hablar de la misión del hombre y, en ocasiones, hasta peligroso. Se han cometido demasiadas atrocidades a lo largo de la historia con la finalidad de llevar a cabo la “misión que nos ha sido encomendada”.

Si existe algo parecido a una misión, debe ser aquello de lo que hablaba Somerset Maugham en “El filo de la navaja”, la búsqueda interior para tratar de hallar algo de armonía y belleza en nuestra breve existencia.

El libro se queda en ese espacio de buscar el equilibrio inestable en la belleza, el arte, la música, el amor. Esa perfección imposible que hace al hombre ser hombre.

En su obra he encontrado varios párrafos que no he tenido más remedio que subrayar, como uno referido al mayo del 68, que usted describe como “una comedia”. Y leo: “Unos burgueses saltarines que lanzaban adoquines lo mismo que hubieran podido lanzar caracoles. No tenían nada que perder y menos que ganar. Al llegar a casa les esperaba la mesa puesta. Y cualquier otra cosa les habría resultado demasiado real e insoportable”. Una redacción que tiene reminiscencias muy actuales. Y ya sabe a lo que me refiero.

Hace un tiempo leí un ensayo de González Férriz titulado “La revolución divertida”. Estas dos palabras ya lo dicen todo. Mayo del 68 fue una revolución divertida, una reivindicación de domingo por la mañana, como la mayoría de las que vinieron después y que hoy en día siguen ocupando las portadas de los periódicos.

Es innegable lo entretenido que puede llegar a ser desempolvar las viejas insignias de nuestros abuelos y sacarlas a pasear. Y si de paso se pueden quemar un par de contenedores, tanto mejor.

Pero claro, esta providencial misión suele estar reservada a aquellos que contemplan los problemas del mundo desde un acolchado sillón. Los que de verdad sufren no tienen tiempo de acompañarles en su “lucha”.

Pura apariencia que, hoy, revela casi seguramente la necesidad de ser algo una vez perdidas las referencias que constituían un punto de apoyo, fuente de crecimiento personal.

Muchos de los coloridos movimientos, de uno y otro signo, que han surgido en los últimos tiempos recuerdan a aquella consigna del despotismo ilustrado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Y por supuesto, todos poseen la razón absoluta. Los que no piensan como ellos siempre se equivocan.

“No existe ninguna verdad absoluta”…

En efecto. Y aquí radica el problema más grave que estamos viviendo. Antes los censores eran fácilmente reconocibles porque se jactaban de su ideología autoritaria. Ahora es más difícil porque la prohibición se realiza revestida de nobles ideales. Aunque cabe apreciar más prohibiciones y censuras que nunca. Lo políticamente correcto nada tiene que envidiar a lo oficialmente correcto o permitido.

Hace unos días presenciamos estupefactos como en un “centro educativo” de Massachusetts se prohibía la enseñanza de la Odisea de Homero por promover ideas machistas, violentas y racistas. La misma suerte han corrido ya otras obras literarias y cinematográficas, como “Lo que el viento se llevó”.

Lo más curioso es que la censura se hace en pos de la democracia y de la libertad. Un contrasentido. Y aunque muchos piensan que es una aberración, pocos se atreven a alzar la voz por miedo al qué dirán y a ser tildados de los más variopintos calificativos.

El miedo y la autocensura definen este siglo en el que la renuncia a la libertad se empieza a contemplar como un bien. Una sociedad que camina hacia la entrega de sus libertades sin que las reacciones sean las que este fenómeno exigiría.

Precisamente por ello no existe ninguna verdad absoluta, porque toda verdad es, en esencia, una opinión, y todos pueden tener la suya y manifestarla sin temor a ser reprimidos. 

El doctor en derecho, José María Asencio, tiene 32 años y un recorrido en la carrera judicial de 8 años.

Su libro me recordó mucho la obra de teatro publicada recientemente por el magistrado del Constitucional, Pedro González-Trevijano, “Adonay y Belial”, un diálogo entre Dios y el diablo, quienes se están viendo desplazados por los señores Ateismo y Agnosticismo. O por el existencialismo que desprende su novela, ¿no le parece?

De un tiempo a esta parte hemos visto como el concepto de Dios cristiano ha ido perdiendo fuerza, sobre todo en la juventud.

Lo curioso, sin embargo, es que no ha sido sustituido por el ateísmo, sino por un ensalzamiento de la figura de otros dioses en forma de ideologías exaltadas, de fidelidades personales a los líderes con pies de barro, del éxito material.

La religión tradicional está siendo reemplazada por una suerte de religión ideológica. Y, a la par, la civilización, la nuestra, basada en valores, está siendo sustituida por algo indefinido, hecho desde el rechazo a lo existente. De ahí el vacío profundo.

Y este se veía venir, porque el ser humano necesita de la certeza tanto como precisa de agua para sobrevivir. La creencia es frágil y subjetiva. Es difícil asumir que la vida consiste únicamente en vivir. 

En otro momento escribe: “La vida consiste solo en perseguir sueños, no en lograrlos. Porque una victoria lo es solo durante un instante. Pronto se convierte en una derrota. Y rápidamente te surge otro desafío”. Filosofía en estado puro.

Alguien dijo alguna vez que hay dos tragedias en las que todos nos hallamos inmersos: la primera es no conseguir lo que nos proponemos y la segunda es conseguirlo. En otras palabras, la dicha y la desdicha, el éxito y el fracaso.

El hombre es un ser insaciable, siempre necesita más, y no hablo desde el punto de vista material; “más” puede significar simplemente conocimiento o experiencias. El caso es que la insatisfacción es inherente a la existencia. El goce de la victoria es efímero porque la victoria en sí es efímera.

¿De qué mundo proceden las obsesiones? ¿Habitan en nuestros sueños? ¿Por qué nos poseen?

Sin querer introducirme en el complejo mundo del psicoanálisis, la explicación de las obsesiones, en el sentido que les doy en la historia, puede ser fácilmente reconducible al citado espíritu de insatisfacción permanente que caracteriza al ser humano.

Sobre lo que mora en nuestros sueños han corrido ríos de tinta. Yo he querido resaltar la idea de que el sueño y la vigilia no son fácilmente reconocibles y que a veces la realidad vivida, con el paso del tiempo, se transmuta de tal manera que pasa a ser sueño.

Y lo mismo sucede a la inversa. Existe una auténtica hermandad entre el sueño y la vigilia.

De Martina, la obsesión del protagonista, se podría decir lo mismo que el título de la novela de Joaquín Leguina: “Tu nombre envenena mis sueños”… Se convierte en una obsesión enfermiza.

Yo no diría que Martina es una obsesión. Esta afirmación implicaría desacralizar la idea de la búsqueda vital como sino del protagonista.

No deseo revelar el desenlace de la historia, por lo que prefiero dejar la resolución de esta incógnita al lector. 

Pero lo que emerge es el “carpe diem” de los romanos. Ecos procedentes de “El Club de los poetas muertos”.

El tiempo es hoy. El pasado es historia y el futuro incierto. De todo lo que debemos a Horacio, tal vez este adagio sea lo más relevante.

Ahora bien, el hedonismo que muchos han ligado a esta idea no debe ser concebido como la búsqueda a toda costa del placer inmediato. Es el hombre quien debe dominar al placer y no el placer al hombre.

En otras palabras, el hedonismo mal entendido nos convierte en esclavos del presente y no hay peor esclavitud que la autogenerada. El equilibrio, la ataraxia, no es ese vivir por vivir. Vivir con intensidad no es ceder a la esclavitud que surge de la nada, de lo inmediato.

¿La literatura es la mejor forma de mentir para describir la realidad en su máxima crudeza?

Es cierto que esta frase se ha dicho en muchas ocasiones. Yo, en cambio, considero que el arte tiene que ser sincero y el escritor tiene que plasmar en su obra lo más recóndito de su ser.

Si miente, no sólo el lector se dará cuenta rápidamente del fraude, sino que el propio escritor se estará engañando a sí mismo. No hay nada más terrible que un libro escrito desde la lejanía, sin mancharse las manos. Y eso se nota.

No miente aquel que expone sus sentimientos. Y no son falsos, ni ciertos. Sencillamente son.

Los amigos del protagonista son también muy especiales. Artistas, como él. Pintores, músicos, incluso millonarios amantes del arte. ¿Existen? 

Por supuesto que existen. Puede que no con los mismos nombres y los mismos rostros que en la novela, pero desde luego son de carne y hueso.

Toda novela es, en cierto modo, autobiográfica, y la referencia a estos jóvenes artistas no es otra cosa que un pequeño homenaje a todas aquellas personas para las cuales el arte es y seguirá siendo no un modo, sino una forma de vida. 

Usted es magistrado. No hay nada más en las antípodas para escribir un libro como este que un hombre de leyes. ¿Qué le empujó a hacerlo?

Antes de publicar esta novela he escrito varios libros y artículos jurídicos. No tiene nada que ver. Es algo diferente, aunque también enriquecedor. Pero, entre un trabajo jurídico y la literatura hay o debe hacer diferencia. Aunque lo jurídico también tiene vida porque ofrece respuesta a problemas cotidianos. En la literatura no se trata de ofrecer, sino tal vez de crear esos problemas.

Lo que he hecho en esta novela es plasmar las reflexiones que durante los últimos años me han ido surgiendo durante mis estancias en París, en Ciudad de México, en Belgrado o en Barcelona. Todo lo iba apuntando en una pequeña libreta. Y lo sigo haciendo.

Como digo en el libro, para escribir es necesario salir al exterior, conversar con desconocidos, perderse por las calles de cualquier ciudad, vivir al fin y al cabo.

Y un día, el menos pensado, tomas asiento y comienzas a dar forma a la piedra bruta.

Usted maneja dos lenguajes. Uno de precisión, el jurídico, y otro libre, el literario. ¿Cuál es el más fácil? 

He de decir que no estoy muy de acuerdo con esta afirmación. El lenguaje jurídico es preciso, pero en el ámbito propio de una ciencia basada en dogmas, conceptos e instituciones.

Aunque deja espacio a la creatividad, siempre en el marco cerrado y estable de las bases sustanciales de una materia. La seguridad jurídica y la igualdad imponen estas condiciones.

El lenguaje literario, sin embargo, es o ha de ser mucho más preciso que el jurídico, porque mientras que este último procede de la razón, el primero lo hace de la emoción, y no hay nada más difícil que expresar las emociones.

Es cierto que muchos escritores siguen defendiendo la idea de la generación beat de que corregir y reescribir es una traición hacia uno mismo.

Yo creo que es un error, pues sería tanto como afirmar que la música de Bach no era sincera porque de vez en cuando el maestro cambiaba una nota del pentagrama al leerlo por segunda vez. 

¿Se atreve a dar una conclusión de lo que es “En busca de la irrealidad”?

No sólo cada libro posee su propia singularidad, sino que el mismo libro puede llegar a ser muchos libros dependiendo del momento en que el lector lo abra. Es lo mágico de la literatura.

Sin duda me atrevería a dar una conclusión de lo que significa este libro, pero estaría condicionando a quienes todavía no lo han leído. Prefiero no privarles de su derecho a la reflexión íntima y personal.

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