Una sola vez estuve en Inglaterra, concretamente en Londres y, como no me fue lo bien que yo esperaba, desistí de regresar: a las puertas de San Pablo, un grupo de muchachones con las crestas pintadas, me abandonó con un labio echando sangre y sin nada en las muñecas ni en los bolsillos. Nunca más.
En aquel viaje ya descubrí que los ingleses son tan diferentes que ni ellos mismos se reconocen. Carecen de Constitución escrita porque suponen que con el sentido común les basta, aunque no lo apliquen con frecuencia.
Los ingleses no conducen con el volante en su sitio, sino a la derecha. Como el metro es una bastardía, prefieren las yardas y así, los demás nunca se enteran de sus medidas. En lugar de con euros, venden con libras…
Ningún país en Europa tiene ya colonias: los ingleses mantienen Gibraltar para que de vez en cuando vaya un príncipe a comprobar si quedan monos de los suyos. Su profundo egoísmo y desmesurada altivez les llevó al Brexit, proponiendo quedarse con el pan y con la torta. Les salió mal. Y los impulsores del codicioso proyecto han perdido vergonzosamente en las últimas elecciones.
pedrouve