Caminaba altanera por el Paseo del Prado, disimulando una inseguridad instalada sin permiso en el espacio más oscuro de su vehemencia. Le hacían daño los pendientes de hojalata y sus tacones de aguja hacía rato que le habían destrozado los pies. Aguantó la alergia a su perfume barato y se cubrió de gloria rociándose una vez más con aquel mejunje infame que los viandantes trataban de no inhalar. Frustraciones acaecidas a cada paso: tropiezos deleznables generados por la falta de autoestima. La causa de no quererse: una infancia de ultraoscuridad, donde la inocencia interrumpida se llenó de podredumbre. Nadie la miraba a pesar de su sombra de ojos verde con matices de purpurina dorada y su cardado añejo de los ochenta. No se esforzaba ya por escapar de sí misma tomando por atajo un ansiolítico. Envidiaba a los que tocaban fondo porque ella estuvo anclada allí desde siempre. No era esa su zona de confort, sino la imposición de un entorno vil y lascivo del que ya no podría escapar jamás.
En el paseo de Recoletos sus pasos eran soniquete de su propia pugna interior, y aunque ya perdida, ultrajada y ronca de gritar su rendición, seguía asestándole puñaladas en el alma a modo de soledad, desprecio, indiferencia, traición, deslealtad… Y obscenidades varias de los seres mundanos que para Esperanza ya no valían la pena.
En su bolso llevaba el último cartucho. Dentro del saco de falso cuero y penumbra infinita su arma se movía loca como los pensamientos de la dueña, dispuesta a poner fin a tanto absurdo amanecer precioso del que ya no podía disfrutar; adiós a las puestas de sol violáceas de primavera imposibles de admirar; atrás quedarían las bandadas de aves de otoño fascinantes en las edades tempranas. Lo inservible a la hoguera, y en la pira estaba ella lista para arder.
Ni siquiera tenía miedo a ser consciente de que jamás sería nada de lo que hubiera querido ser. Le bastaba con ser miscelánea de sus proyecciones sobre ella misma. Tenía el final frente a su respiración, con suficientes testigos para darle gracia y emoción, aunque no quería público. La decisión, origen del fin a toda la malsana putrefacción de su vida insulsa.
Detuvo el paso, introdujo su mano en el bolso para asegurarse de que tenía lo necesario en su interior. Respiró profundo frente a la majestuosa biblioteca nacional mientras apretaba uno de sus libros y comenzó a subir la escalinata hacia la entrada, lista para los amaneceres ordinarios dignos de improntas de afecto; atardeceres lluviosos de confortable aspecto; pájaros con destino a su vida aunque no fuesen golondrinas.
Aquella decisión, aquel instante divino o fruto de su química cerebral, o producto de los astros alineados favoreciendo una fracción de segundo en la que afloró en ella ese giro argumental, aquella determinación fue su bienaventurado punto de inflexión.