García Lorca en Buenos Aires. Capítulo XVI

29 de enero de 2024
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García Lorca
Federico García Lorca y su familia. | Centro Federico García Lorca

Todavía viven en Buenos Aires muchos amigos de Lorca (3)

Edmundo Guibourg: El último bohemio

Dueño de la duda y de la calle Corrientes, Edmundo Guibourg no cree en Dios. Entiende que cada hombre sale al escenario de la vida para interpretar su papel y que al final no hay aplausos ni gritos de protesta. Él, que fue crítico siem­pre, se contradice con el pensamiento negando el elogio de la lucha, la íntima palmada de la gracia. No puede ser el hombre actor y olvido, y sólo ser Dios espectador de patio de butacas, mudo, sentado en el musgo de la pana, eternamente.

No cree en Dios, pero dice que ir contra la religión de las gen­tes es tirarse contra un muro, además es tirarse contra la poesía. Y si nos hacemos eternos, afirma, será por otra cosa; por ejemplo, Dante es Eterno, Esquilo es eterno, Aristófanes es eterno. . . También se engaña en esto, porque la hoja del recuerdo se traspapela algunas veces o se quema en el fuego de la Historia.

Le llamo por teléfono. Su voz viene de lejos, la tiene gastada por la noche, por la humedad de los teatros, por el rocío de Buenos Aires.

Le digo que yo sí soy religioso y lo que quiero. Siento, al otro lado, un arrastrar de sillas, un poner en orden la larguísima escena de sus noventa y un años. Me cita como a un toro, a las cinco de la tarde, y es él mismo quien se acerca para abrirme la puerta que accede al natural descuido de su departamento. Junto a la mesa hay frutas que puede alcanzar, sin levantarse, con la mano. Y muchos cuadros con el perfil de Neruda —¿De Neruda?—  que han llenado de perfiles distintos el amarillento color de las paredes.

— No, no es Neruda, soy yo mismo.

Tuvo, efectivamente, un tremendo parecido con el poeta chi­leno. Guibourg me cuenta que cuando se conocieron, al ver­se Pablo repetido, le obsequió un tintero de cristal de roca. Sobre un aparador está, sin tinta, con el paladar seco esperan­do una lluvia.

—Mire usted, conocí a García Lorca. . . (No me mira de frente; como si hubiese conectado su cinta con el recuerdo, distrae sus pequeñísimos ojos en las musarañas del 34 mientras pasa revista a las esquinas, ausentes de su esposa), lo recuerdo perfectamente, una tarde, a esta hora sería, que estaba yo lavándome las manos en la Casa del Teatro y viene un portero y me dice: “Ahí le espera un joven con acento español”.

-Salgo y me encuentro con un señor sin sombrero . . .

A Guibourg le llama la atención la ausencia de aquel detalle tan común en los jóvenes de entonces, aunque la prenda apenas si tenía otro uso que llevarse la mano al ala para sa­ludar a las señoras.

Federico García Lorca se resistió siempre a llevar sombrero. Su hermano Francisco nos cuenta la razón:

“Federico tenía, como mi padre, y más que él, un cráneo grande, que sólo se notaba —era ancho de hombros y fuerte de torso— cuando se ponía el sombrero. Sólo transigía con esta prenda cuando se pusieron de moda unos sombreros de escasa copa, es­trechos de ala y muy livianos. Se llamaban sombreros de pluma. Es la clase que usó siempre Unamuno. Federico se amoldaba un som­brero y, aunque cuidadoso en el vestir, no lo sustituía. En una visita de mi padre a Madrid, estando mi hermano y yo en esta ciudad, mi padre decidió que la primera salida del hotel donde se hospe­daba debía ser para que Federico se comprase un sombrero nue­vo. Entramos en la sombrerería y Federico, con cierta timidez agre­siva, puso el sombrero de pluma en el mostrador diciendo: “Un sombrero como éste”. El dependiente contestó: “¡Como no vaya usted al Rastro!”.1

En el Rastro de Madrid, como en el mercadillo de San Telmo en Buenos Aires, se encuentran las cosas más insólitas y de las medidas más extrañas.

Pero sigamos con el comentario. Hemos dejado a Guibourg con el sombrero en la boca y quién sabe, también, a cuántas señoras habrá saludado él llevándose la mano al ala de su cor­tesía mientras hice hablar al hermano del poeta.

-… Y me dijo: ¿Usted es Guibourg?, yo soy Federico García Lorca, y le vengo a agradecer lo que usted como crítico ha hecho por Bodas de Sangre.

-Lola Membrives nos había llamado a los críticos tiempo antes para decimos: “Quiero que lean estas Bodas de Sangre cuyo es­treno en Madrid no ha tendió demasiado éxito”2. Nos interesó tanto que la estimulamos muchísimo hasta el extremo que García Lorca creyó que su singular estreno en el Maipo había sido obra de los críticos, especialmente mía.

-Le presenté a Pablo Rojas Paz, escritor, autor de un libro sobre Alberti. Al periodista Pablo Suero. A Raúl González Tuñón. A Horacio Rega Molina. A Carvalho, gran poeta en ese momento. A Samuel Eichelbaam. . . Con todos intimó, y por las noches nos íbamos a los cafés donde era la estrella Federico imitando, reci­tando, ¡qué bien lo hacía!

Tiene cierta razón Edmundo Guibourg al no querer contar sus memorias, de momento sólo contó sus voluntades. A Mona Moncalvillo, que le hizo idéntica propuesta, ya con­testó con seguridad: “Me negué siempre a escribir mis memo­rias, porque he conocido tanta gente, que mi vida no es mi vida sino la de la gente que he conocido”.

Tampoco la vida de Juan XXIII fue la de él mismo, ni la de Pirandello, ni la de Picasso. . ., sus conocidos de París. Tampoco la mía, Edmundo. La vida de los hombres es una gran cicatriz por donde se cuelan las emociones y las luchas, el brío y la decadencia de los otros. Una cicatriz que no ter­mina de cerrar por falta de reposo. Y lo que es peor, como di­ce Gala, —o mejor— son las cicatrices que llevamos de heridas aún por recibir.

—Alguna vez lo he contado y la gente se resiste a creerlo, pero es verdad que yo estuve en la cárcel con García Lorca. Fue una noche mientras tomábamos café en una confitería de la Plaza del Congreso. Había elecciones y con ellas la prohibición de concurrir tarde a lugares públicos. Allí estábamos Pablo Suero, Samuel Eichelbanm, Lorca y yo. A las tres de la mañana, con las cortinas echadas y los cafés tibios encima de la mesa, entraron dos policías y nos llevaron a la comisaría de Venezuela y Tacuarí. Allí un auxiliar nos preguntó por separado:

¿Cómo se llama?

– Pablo Suero.

¿Profesión?

– Poeta (3)

Esto no es una profesión, con eso no puede usted ganarse la vida.

• ¿Cómo se llama?

– Samuel Eichelbanm

• ¿Profesión?

– Dramaturgo

• Tampoco eso es una profesión

Y al llegar a García Lorca se repitieron las preguntas:

– Federico García Lorca, español, poeta.

El policía contestó con cierta alteración:

-Un momento, estos señores son paisanos y les puedo permitir la broma, pero es el colmo que se la tenga que aguantar a un galle­go. . .

A la hora llegó el subcomisario y, disculpándose, nos dejó en libertad.

Llaman al teléfono. A Edmundo Guibourg no le gustó mucho que interrumpieran su conversación. Tanto se le nota que el “hola”, al descolgar, parece más bien una despedida. Sin embargo, se ve que ha reconocido inmediatamente la voz por­que es tierna ahora su palabra, yo diría que entrañable, de surcos esperados. Y vuelve con una pequeña sonrisa para cambiar de tema y de postura.

—Mire usted, el tiempo que estuvo Lorca en Buenos Aires fue permanentemente agasajado, aunque muchas veces pudimos “raptarlo” González Tuñón y yo para estar los tres toda una tarde hablando de ternura. De uno de esos encuentros salió mi artícu­lo Alma de niño.

No me cabe duda ahora que este poema de González Tuñón también brotaría recordando aquella lírica mesa:

¡Qué muerte tan enamorada de su muerte!¡Qué fusilado corazón tan vivo!¡Qué luna de ceniza tan ardienteen donde se desploma Federico!

—Sr. Guibourg, ¿tuvo tiempo García Lorca de escribir algo en Buenos Aires?

—Sí, yo estoy seguro que en Buenos Aires escribió dos actos de Yerma4. Y esto lo confirma la siguiente anécdota que voy a contarle, quizá nuca escuchada:

-Un día nos reunió Federico en casa de Lola Membrives (qué mu­jer, qué indiscutible talento) para leernos la inacabada Yerma. García Lorca comenzó a interpretar con sus conocidos adema­nes expresivos, y doña Lola, al terminar, hacía sugerencias al poe­ta: le saltaban chispas de las manos viéndose de Yerma en el estreno. Pero he aquí que cuando la Membrives estaba más entusiasmada, García Lorca la interrumpió y, como en una ven­ganza inexplicable, le dijo: “Los siento, Lola, pero esta obra la pensé para Margarita Xirgu”. Tal fue la cara y el dolor de nuestra gran actriz que tuvimos que marcharnos porque la tensión provo­cada se hizo insostenible.5

No vive ya nadie para confirmar esta travesura. Lo cierto es que el 29 de diciembre de 1934 Margarita Xirgu estrena Yer­ma en el teatro Español de Madrid con decorados de Burmann.

Aquel Buenos Aires que recorrió los muchísimos años de Ed­mundo Guibourg es ahora una culebra llena de piedad que se quita la camisa para arropar el sueño del mejor, del último bohemio.

Todavía tiene algo que decirme, una vanidad escondida: en 1938 fue visitado por Margarita Xirgu con el propósito de llevar al cine Bodas de Sangre, Guibourg sería el director. Y Guibourg se resiste porque ser director no es propiamente lo suyo. Acepta, sin embargo, sabiéndose el más amigo, el más conocedor de los sortilegios poéticos de Lorca. Acude al músico Paisa para que ponga tonos a la cinta. La urgencia lo impide: necesitará dos años de trabajo. J. J. Castro es el afor­tunado. Con mucho éxito se estrena en Buenos Aires donde, guardadas en algún rincón de las filmotecas, estarán las copias de aquellos rudimentos.

No había visto el reloj que ahora descubro porque da la hora. Siguen las frutas amarillas en la cesta de bronce, la lámpara dormida, un sombrero gris sobre la percha. Lina esperanza apenas entra por la cocina. Los retratos de este falso Neruda están, como las frutas, amarillos. Le digo adiós con la mano a este hombre que fue crítico, dramaturgo, periodista, que viajó con Gardel desde la infancia, que habló de ternura con Federico. Después de haber sido tanto, de tanto haber visto, ahora está solo. Solo. Dios lo acompaña, pero él no lo sabe.

NOTAS

  1. Francisco García Lorca. Federico y su mundo. Alianza 3. Pág. 158.
  2. Tomemos esto como subjetividad, porque el estreno en Madrid fue clamoroso. Ver: Carlos Morla En España. . . Pág. 332. Fco. García Lorca. Federico y. . . Pág. 336 etc.
  3. Pablo Suero era fundamentalmente periodista y crítico. Visitó a Lorca algunas veces en España y todos coinciden en su gran amistad con el poeta.

Señala asimismo Mario Hernández que, recién llegado Lorca a Buenos Aires, el escritor y periodista Pablo Suero le hace dos grandes entrevistas para el diario por­teño NOTICIAS GRÁFICAS.

  • Lo señala también Marcelle Auclair en Vida y Muerte. . . Pág. 278. Y en Caminos Abiertos. . . Pág. 128.
  • Desmiente esta anécdota de Guibourg el discurso de despedida de F. G. L. en Buenos Aires, que manifiesta: “Hoy yo quisiera que este enorme teatro tuviera la intimidad de una blanca habitación íntima para leer con cierta tranquilidad dos cuadros de la tragedia Yerma, que será estrenada en abril por la compañía de mi querida actriz Lola Membrives, y que yo ofrezco como primicia al público de Bue­nos Aires en modesta prueba de cariño”.

Confirma indirectamente esta anécdota de Guibourg, Antonia Rodrigo en su libro García Lorca el amigo de Cataluña, pág. 296.

1 Comment

  1. El estreno de Bodas de sangre en España fue un gran exito de crítica, pero no así de público. En Buenos Aires, el público y la critica lo consagra definitivamente como autor teatral. A eso se refiere Guibourg cuando dice que en España no anduvo bien… Pablo Suero fue el gran anfitrión de Federico en Buenos Aires y hasta lo acompañó a Rosario. Se encontraron en 1936 en Madrid, unos meses antes de que al poeta lo fusilaran.

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