Hoy: 23 de noviembre de 2024
En el siglo XV, época en que los reyes gobernaban con mano de hierro y sus decisiones determinaban los más íntimos aspectos de la vida de sus súbditos, el reino de Inglaterra estaba bajo el mando del excéntrico y omnipotente rey Edmund IV, un hombre conocido por su afán de control y su obsesión por regular cada detalle de su vasto imperio. No había decisión, por más personal o íntima, que no requiriese su autorización.
Y entre todos los decretos promulgados, el más extraño y temido que promulgó el monarca fue una ley sin precedentes: nadie podría concebir un hijo sin su expreso consentimiento. El decreto, claro está, era supuestamente para “preservar la moral del reino” y “garantizar que la pureza de la descendencia fuera la adecuada”. Sin embargo, todos los habitantes sabían que la verdadera razón detrás de la ley era otra: asegurar que el rey tuviera un control absoluto sobre cada familia y su linaje.
Cada pareja que deseaba tener hijos debía hacer una solicitud formal al castillo. Los interesados debían viajar hasta Londres, entregar una carta manuscrita al secretario del rey Edmund IV y, después de largas semanas de espera, si eran aprobadas, el monarca enviaba un mensajero real con una placa de madera y la inscripción clara y precisa en letras doradas: ‘Fornication Under Consent of the King’ (FUCK).
Esta placa, conocida popularmente como ‘FUCK’, debía colgarse fuera de la puerta de la casa de la pareja solicitante durante el acto sexual, de modo que cualquiera que pasara supiera que dicha unión estaba bendecida por la autoridad real. Era una humillación para muchos, pero no había más opción. Si alguien osaba desobedecer la ley y procrear sin el consentimiento real, era severamente castigado. Historias de parejas que fueron arrestadas y condenadas a prisión llenaban de miedo a todo el reino.
En una pequeña aldea costera, vivían Thomas y Anne, una pareja humilde que llevaba tres años de feliz matrimonio. Aunque su vida estaba llena de labores agrícolas y una rutina tranquila, ambos estaban deseosos de formar una familia. Habían intentado durante meses conseguir el permiso del rey para concebir un hijo, pero sus súplicas fueron ignoradas por la corte y la tristeza invadía su hogar. Cada día que pasaba, Anne miraba con anhelo la calle, esperando ver al mensajero real con la codiciada placa. Y llegó el invierno y se fue, y con él se desvanecía la esperanza de la joven pareja.
—“¿Cuánto tiempo más debemos esperar?”— suspiraba Anne, observando desde su ventana cómo amigos y vecinos más ricos tenían sus placas doradas colgando orgullosamente en sus puertas. —“Quizá no somos dignos de traer un hijo al mundo”— le dijo a su marido mientras éste recogía leña para la chimenea.
Thomas, de carácter impetuoso, no podía soportar la idea de depender del capricho del Rey para algo tan sagrado e íntimo como el amor entre él y su esposa. Una noche, mientras cenaban, Thomas tomó la mano de Anne y le dijo con voz decidida: —“¿Por qué deberíamos pedir permiso para algo que nos pertenece solo a nosotros?”
Anne, siempre optimista, negó con la cabeza y respondió: —“Debemos ser pacientes, Thomas. El rey tiene muchas responsabilidades. Tal vez simplemente nos han olvidado.”
—“No esperaré más. Esta ley es una farsa, una manera de controlarnos. El rey no tiene derecho sobre nuestro amor,” — replicó Thomas.
Anne lo miró con ojos inquietos, sabiendo el riesgo que corrían. Pero al mismo tiempo, en su corazón, sentía que su marido tenía razón. —”¿Qué propones?” —le preguntó a Thomas casi en un susurro.
Pero lo que ninguno de los dos sabía era que la corte estaba sumida en una extraña conspiración. Lord Cavanaugh, un influyente consejero del rey, había decidido usar el decreto de Edward IV para su propio beneficio. Exigía sobornos a las parejas a cambio de adelantar sus solicitudes. Aquellos que no pagaban eran ignorados durante meses, e incluso años. Los Alden no tenían los medios para corromper al consejero, y por eso su petición yacía en el fondo de una pila interminable de pergaminos.
Desesperados por concebir un hijo, Thomas trabajó durante días junto a su astuto hermano menor Peter, que era carpintero, en el taller de su hogar tallando con esmero una placa idéntica a las que entregaba el rey. Pese a que no era tan ostentosa como la oficial, grabaron cuidadosamente las palabras: ‘Fornication Under Consent of the King’.
Una fría y oscura noche de primavera, cuando la luna apenas asomaba, Thomas colgó la placa en la puerta de su casa. Los vecinos, al pasar por la puerta de los Alden, vieron la inscripción y comenzaron a murmurar. Algunos lo celebraban, otros lo envidiaban, pero ninguno sospechaba de la artimaña. Creyeron que el rey, finalmente, había concedido su permiso al joven matrimonio. Con la placa falsa en su lugar, Thomas y Anne sintieron una libertad que no habían conocido antes y se entregaron al amor. La barrera invisible que los mantenía cautivos por fin se había roto. En el tiempo que siguió, Anne quedó embarazada, y los dos vivieron felices, esperando la llegada de su hijo. Sin embargo, lo que parecía ser el fin de sus problemas, pronto se tornó en el inicio de una peligrosa intriga.
Un mes después, la noticia del embarazo de Anne llegó a oídos del consejero Lord Cavanaugh, y comenzó a sospechar. Sabía que no había aprobado el permiso de los Alden, pero los aldeanos aseguraban que la pareja colgaba orgullosamente la placa del rey. Al temer que su corrupción fuera descubierta, ordenó una investigación inmediata bajo el más estricto secreto.
Un inspector fue enviado al hogar de los Alden. La pareja, asustada, intentó ocultar la placa, pero ya era demasiado tarde. El hombre observó que las inscripciones no eran del todo precisas, y quedó al descubierto que la placa había sido falsificada. La noticia corrió como la pólvora por todo el reino.
Furioso, Lord Cavanaugh vio la oportunidad perfecta para distraer al rey de otros asuntos más peligrosos y propuso un castigo ejemplar para el joven matrimonio. Sin embargo, cuando la noticia llegó a oídos del monarca, ordenó a su corte revisar los registros, y descubrió que Thomas y Anne nunca habían recibido el permiso oficial. Edmund IV, pese a estar enfurecido por la desobediencia y la burla a su autoridad, rompió en carcajadas.
—“¡Por Dios, estos dos tienen más agallas que muchos en mi corte!” — exclamó el rey entre risas.
Thomas y Anne fueron convocados al castillo. Allí, en la gran sala del trono, Edmund IV los miró con ojos fríos, mientras sostenía la placa falsa en sus manos.
—“¿Qué tienes que decir en tu defensa?” —preguntó el rey a Thomas, con voz amenazante.
El joven, con el corazón en la garganta, dio un paso adelante. Pero antes de que pudiera hablar, Anne lo tomó del brazo y, con una valentía inesperada, dijo: —“No necesitábamos su permiso, Majestad. Nuestro amor no es algo que usted pueda controlar.”
El salón quedó en silencio. El monarca, sorprendido por la audacia de la mujer, reflexionó un momento. Sabía que castigar a la pareja podría convertirlos en mártires, pero si les perdonaba, su autoridad quedaría cuestionada. Finalmente, una sonrisa torcida se formó en su rostro.
—“Muy bien” —dijo el rey lanzando la placa falsa a un lado.—“Que quede claro para todos los presentes: no castigaré a esta pareja. Pero de ahora en adelante, recordaré que incluso los más humildes pueden intentar engañar al rey. Y cuando lo hagan, mi respuesta no será tan misericordiosa.”
Aunque Thomas y Anne regresaron a su aldea sin castigo, la historia de su osadía se extendió por todo el reino. Días después, Edmund IV emitió un nuevo decreto: las placas ya no serían necesarias para la concepción de un hijo. De esta manera, la influencia de Lord Cavanaugh fue disminuyendo considerablemente entre los habitantes.
La ley que exigía el permiso del Rey quedó en el olvido. El pueblo estalló en celebraciones y la palabra ‘FUCK’, que una vez fue símbolo de opresión, se convirtió en una expresión irreverente y liberadora, entre los aldeanos y las generaciones futuras.
Mientras el reino continuaba su rumbo, Anne finalmente trajo al mundo a su primer hijo, un saludable niño al que llamaron Edward, en honor al Rey que, sin saberlo, les había permitido concebirlo.
La historia de la placa falsa de los Alden se convirtió en leyenda. El pequeño pueblo nunca olvidó el día en que dos de sus vecinos burlaron al sistema real, devolviendo a las personas el derecho a decidir sobre sus propias vidas. Y la palabra ‘FUCK’ supuso un recordatorio de que, a veces, incluso el poder más absoluto puede ser desafiado.
Aunque muchos siglos han pasado desde aquellos días, la palabra sigue viva, recordando que, a veces, el amor y la libertad no necesitan del consentimiento de nadie más que de los propios involucrados.
Interesante y ameno relato. La libertad de la propia naturaleza frente a la opresiva corrupción. Aceptamos las sandeces de cualquier gobernante para mantenernos dentro del sistema, y como siempre solo unos pocos se rebelan.