Las contadas veces que me desplazo hasta las grandes superficies donde se encuentra de todo: camisas y botellas, perfumes para las casas o botes de pintura que renuevan los hierros carcomidos, casi siempre procuro anotar el número y la calle donde aparco.
Al salir aquel día encuentro a una señora de mi edad que, según me dijo, no daba con el sitio donde dejó su coche. Nada más verla, sorprendido, le pregunté, ¿tú eres Rosario?. Y nos alegramos en la turbación de los ojos.
Rosario y yo habíamos sido noviecillos de los de abrazos a escondidas y manos muy rozadas. De esos “que no se entere mi padre” y el padre ya había advertido que era su niña aquella que para besar se escondía… Mientras le ayudaba a buscar el coche –Ford blanco con techo verde— regresó conmigo a un tiempo de jardines y arboledas donde escribimos los nombres de cada uno con fechas que la tibieza habrá borrado… Por un instante pensé que me reconoció de lejos y se hizo la encontradiza, que el Ford no existía y que probó a buscar conmigo lo que habíamos perdido.
Pedro Villarejo