María de la Concepción Gotínez Fuenlabrada era una anciana soltera, bordeando los noventa años, que vivía en Veraluz con dos perros y algo huraña. Algunos vecinos estaban seguros de que había perdido la cabeza; la mayoría en el pueblo sólo la saludaba esperando un escasísimo gruñido como correspondencia. Una sobrina, con su marido a veces, la visitaban y de nuevo, a las pocas horas, quedaba doña Concha entre visillos esperando la compra que hacía por teléfono sin que el repartidor pasara de la puerta.
Con esto de los fuegos por toda España se ve que una chispa saltó a las moreras que la señora tenía en su patio y, al ser tan extrañamente solitaria, nadie sintió el humo ni las llamas hasta que encontraron a la anciana muerta y tendida sujetando un mueble debajo de su cama.
Ese mueble era un ataúd que doña Concha hace años, había comprado a hurtadillas en la capital, al que ella fue desprendiendo el almohadillado para llenarlo de billetes, por si acaso, y que fueron descubiertos por la funeraria al notar una dureza rara bajo la seda. A doña Concha la enterraron en la caja de sus sueños, pero lo de dentro se encargó la sobrina de darle mejor vida.
Pedro Villarejo