Eva Franco

14 de mayo de 2023
2 minutos de lectura
Federico García Lorca junto a la actriz argentina Eva Franco. | Fuente: Twitter

Sólo en los labios se le notaba un dominado cansancio. Adiviné cómo sería, más que por los besos que diera, por la multitud de muecas y palabras que le había exigido el teatro en tantos años. De las manos se le caían, de puro bellas, los anillos. Eva Franco murió en Buenos Aires a los 94 años, pero cuando yo la conocí era una muchacha de 83 que llegó a mí con su exquisita menudencia, amparada en un sombrero gris, para hablarme sin límites de Federico.

En Argentina quedaban pocos que hubieran tratado a fondo y sin alardes a Federico García Lorca. El padre de Eva, Ricardo Franco, quiso ser el director de ‘La Dama Boba’, de Lope, que el de Fuente Vaqueros había retocado colocándole pañales de recién nacida. Eva, que naturalmente era «la dama», abrió aquella tarde su bolso gris, como el sombrero, para enseñarme sus fotos amarillas de jovencita embobada.

Conociendo Eva que el tema habría de interesarme, comenzó sus relatos con los principios de Eva Perón, que justamente su padre había promocionado para actriz: «Fue una chica buena, mediocre y llamativa que tuvo la desgracia de encontrarse con el general sin saber muy bien qué cantidades de amor y de odio le esperaban». Si tuvo otros deslices, Eva Franco disculpó en silencios los diferentes bucles de la que fuera presidenta, Madre Evita, santa Eva de la trenza rubia que llenó las casas de los pobres de máquinas de coser y tallarines… Se precisan algunas generaciones para que podamos contemplar a la esposa de Perón exenta de pasiones, cosida por la Historia y sin regalos, demacrada por la insistencia de la muerte y sin el dorado del trigo que nos vendieron.

De vez en cuando, Eva Franco, una adolescente teñida de negro y de sorpresas, se atusaba el hilo de su pechera como si le viniesen pequeños ahogos de otro amor en otros tiempos. Presumía de las fotos en las que Federico la tomaba por la cintura con la delicadeza de una novia que no se desea, ausente y peregrino, quizá pensando en Yerma o en Doña Rosita. Eva no quiso decirme de García Lorca más que las exageraciones que la memoria desplaza como gotas de anís por la garganta de los sueños: ¡sabemos tanto de él, tanto ignoramos!.

Eva, con lo que dice y cómo, descubrió sentada frente a mí, sin sombrero ahora por la confianza, que sólo tuvo un amor en su marido y solamente de él un hijo que ahora habrá de llorarla frente al mar de Mar del Plata, adonde Alfonsina perdió para siempre los poemas.

Como si lo viera, Eva Franco estará ahora con Dios en su jardín de palabras, quitándose todas las máscaras de los personajes que representó. Será otra vez y para siempre ella misma: una niña con los labios finos y cansados, una extrema elegancia.

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