Antes de hablar -me dijeron siendo adolescente-, ponle algodones a la punta de la palabra para que no hieras demasiado al tratar los temas espinosos. Mi pluma, al escribir, tiene también sus propios labios heridos.
Enrique VIII no leyó a Empédocles en su vida, pero puede que en algún descanso de su cacería amorosa, un vasallo le leyera la cita mejor afilada del filósofo: “Tanto si te casas como si no, te habrás de arrepentir”.
Al rey le impusieron casarse con Catalina de Aragón, su virginal cuñada, que le dio hijos varones, tan delicados, que algunos murieron antes de los dos meses, sólo María le sobrevivió con la única intención de fastidiar a su tío Felipe II, al que obligaron a matrimoniar con ella que, con la perla peregrina al cuello, parecía otra cosa.
Enrique VIII, que llevaba tiempo trasladando de los sueños a sus manos los pechos de Ana Bolena, pidió que le anularan su matrimonio. El papa descubrió la picardía y dijo que no. Wolsey, el arzobispo de Canterbury, por torpe, fue decapitado. Al canciller Tomás Moro, por no prestarse al herético enjuague del monarca, que ya había decidido ser el cabeza de una nueva religión donde cupiera la anchura de sus caprichos, pasaron a cuchillo en la Torre de Londres. Y a Ana, la Bolena de los intensos deseos, como tampoco pudo engendrar hijos varones, a Enrique no le quedó más remedio que separarle del cuerpo la cabeza, tan linda como era.
Esta es la religión, de tan cruentas raíces, que ha jurado defender Carlos III, el pobre. Y que, como una corona vergonzosa, Isabel II disimuló 70 años debajo de sus sombreros…
Me han dicho que Camila no va, ni de visita, a la Torre de Londres.