A 14 Años del Silencio.
Un 9 de julio, la misma fecha que celebra la independencia de su patria, el cantor y filósofo Facundo Cabral fue asesinado en Guatemala. Catorce años después, su voz resuena no solo en sus canciones universales, sino en un libro de poemas inéditos que confió a un amigo, el escritor Pedro Jorge Solans, y que la editorial local Corprens rescató del olvido.
Hay fechas que se clavan en la memoria colectiva con la fuerza de una paradoja. El 9 de julio es, para los argentinos, el día de la Independencia, un grito de libertad fundacional. Pero desde 2011, esa misma fecha está teñida por el luto y el estupor. Aquel sábado, en una madrugada brumosa en la Ciudad de Guatemala, la voz de uno de los espíritus más libres que ha dado el continente, Facundo Cabral, fue silenciada a balazos. La ironía fue tan brutal como las balas mismas: el hombre que predicaba la paz como única bandera fue víctima de la más irracional de las violencias.
Hoy se cumplen catorce años de ese crimen que sacudió a toda América Latina. Catorce años sin el trovador de la mochila al hombro, el «vagabundo de las estrellas» que nos enseñó que no era «de aquí, ni de allá». Sin embargo, mientras su asesinato representa el fracaso de un mundo que no supo proteger a sus poetas, su legado demuestra una resiliencia extraordinaria. Y una parte fundamental y secreta de ese legado tuvo su última escala, su puerto seguro, en el corazón de Córdoba.
Para entender la magnitud de la pérdida, primero hay que recordar quién era Cabral. No era simplemente un cantante de protesta ni un folklorista. Era una categoría en sí mismo. Un filósofo popular, un místico con humor de anarquista, un hombre que había transmutado una infancia de pobreza extrema, analfabetismo y marginalidad en un canto universal a la vida, la libertad y la alegría. Su escenario no era un estadio, era el mundo. Su guitarra no era solo un instrumento, era el pasaporte de un ciudadano del universo que encontraba su hogar en cada conversación, en cada ciudad, en cada alma que se cruzaba.
Su vida fue su principal obra de arte. Escapó de reformatorios, conoció a la Madre Teresa y a Borges, caminó el mundo con lo puesto y transformó su propia existencia en una parábola sobre la fe en el ser humano. «Vuele bajo, porque abajo está la verdad», solía decir, una máxima que definía su arte: complejo en su profundidad, pero simple y directo en su mensaje.
Esa vida de película tuvo un final de crónica roja. La mañana del 9 de julio de 2011, Cabral salía de su último concierto en Quetzaltenango. El empresario nicaragüense Henry Fariña se ofreció a llevarlo al aeropuerto. Cabral, confiado como siempre, aceptó. Nunca supo que Fariña era el objetivo de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. En el bulevar Liberación, sicarios acribillaron el vehículo. Cabral, el pasajero inocente, el hombre que cantaba contra toda forma de violencia, murió en el acto.
La noticia fue un mazazo. El mundo que lo había aplaudido se quedó en silencio, tratando de comprender cómo una vida tan luminosa podía tener un final tan oscuro y absurdo.
Pero la muerte no tuvo la última palabra. Aquí es donde la historia da un giro y se conecta íntimamente con nuestra tierra. Tiempo antes de su último viaje, en uno de sus pasos por Argentina, Facundo Cabral se había encontrado con el escritor y periodista Pedro Jorge Solans. Entre ambos nació una amistad forjada en el respeto mutuo por la palabra y una visión compartida del mundo. En uno de esos encuentros, Cabral le entregó a Solans un cuaderno. No era un simple regalo.
Era un conjunto de poemas y reflexiones, muchos de ellos escritos a mano, crudos, sin pulir. Era su trabajo más íntimo, un diario de ruta de sus últimos años de peregrinaje. Eran textos que exploraban la vejez, la soledad del viajero, las dudas que asaltan al final del camino. Quizás por eso, con una suerte de premonición, le dijo: «Cuídalo, pibe. Esto aún no está listo para el ruido».
Ese cuaderno se convirtió en un tesoro y, tras el asesinato, en una enorme responsabilidad. Solans, a través de la editorial cordobesa Corprens, se enfrentó al dilema de qué hacer con el testamento final del amigo. La decisión fue honrar su voz, no explotar su muerte. Con un cuidado artesanal, se editó el libro, respetando la esencia de los textos. El resultado fue una obra póstuma que revelaba a un Cabral diferente al del escenario: más vulnerable, más interrogante, pero igual de profundo.
La publicación de este libro por parte de Corprens no fue un hecho menor. Significó que el legado final de un pensador universal echaba anclas en el interior de Argentina, lejos de los grandes circuitos editoriales de la capital. Fue un acto de justicia poética: el hombre que no era de ninguna parte, dejaba sus últimas palabras en el corazón geográfico de su país natal.
Catorce años después, la ausencia de Facundo Cabral sigue doliendo. El mundo, con sus guerras y su intolerancia, parece necesitar más que nunca a sus vagabundos predicadores de la paz. Pero su asesinato nos dejó una lección final. Demostró que, si bien la violencia puede silenciar un cuerpo, es completamente impotente ante la fuerza de las ideas. Las balas detuvieron su corazón en Guatemala, pero no pudieron detener las palabras que ya viajaban hacia el futuro, guardadas en un cuaderno en Córdoba.
Hoy, al recordarlo, no solo debemos escuchar «No soy de aquí, ni soy de allá». También debemos celebrar la existencia de ese otro Cabral, el de la última confidencia, el que nos sigue hablando en voz baja a través de esas páginas rescatadas. Porque gracias a ese gesto de amistad y a esa responsabilidad editorial, su viaje, en realidad, nunca terminó.