PEDRO SOLANS
El tren llamado La Bestia es un tren de carga que cruza México de sur a norte. Es utilizado por migrantes, centroamericanos, como medio de transporte para llegar a la frontera con Estados Unidos, cruzar y lograr el sueño.
Su ruta se inicia en el estado de Chiapas, en el sur de México, en los límites con Guatemala y pasa por ciudades donde el peligro es parte de la rutina como Mexicali, Nogales, Ciudad Juárez, Piedras Negras o Nuevo Laredo.
Los migrantes suelen viajar en los vagones o en las plataformas exteriores del tren, corriendo el riesgo de accidentes y peligros, y suelen pagar protección a bandas criminales.
La travesía en La Bestia es lo más parecido a jugar a “la ruleta rusa” debido a la exposición a los elementos, caídas, y la persecución de delincuentes y autoridades migratorias.
Además de transportar migrantes, La Bestia también lleva mercancías como combustibles, materiales y otros insumos del sureste hacia el norte de México.
Subí al tren sin saber si llegaría. En Tapachula, el calor pegaba como una acusación, y los ojos de los demás eran espejos cansados. Nadie hablaba de futuro. Se hablaba de tramos, de rieles rotos, de guardias con uniforme y perros. La Bestia no era un tren, era una apuesta.
Me llamo Daniel. Salí de El Progreso, Honduras, dejando una madre que reza y una hermana que me juró no perdonarme si no volvía. Tenía veinte dólares en el bolsillo, dos pares de medias y una fotografía arrugada de mi padre con su camisa de cuadros. Él lo intentó en los noventa. Dicen que nunca llegó.
El primer tramo fue brutal. Dormíamos en los techos, sostenidos por nada más que el cansancio. Cada vibración del metal era una advertencia. El tren parecía rugir con hambre, y cada vez que se detenía, alguien bajaba y no volvía. Había que correr, trepar, sangrar.
Conocí a Mario, un muchacho de San Salvador, que hablaba como si contara cuentos. Se inventaba futuros: —Cuando lleguemos a Nueva York —decía mientras comíamos arroz frío con los dedos— vamos a abrir un restaurante salvadoreño con pupusas gigantes. Vos vas a ser el chef, y yo el contador. Pero con gorro de cocinero, claro. Me reía con él, no por las pupusas, sino porque hacía que el trayecto doliera menos. Una noche, mientras el tren dormía y nosotros no, Mario me dijo: —¿Vos creés que todo esto vale la pena? —No sé. Creo que si lo pensamos mucho, nos bajamos.
Pasamos por Veracruz, por Orizaba, por Apizaco. Vi cosas que no voy a poder contar nunca bien: niñas escondidas en cajas de cartón, hombres que vendían cuerpos ajenos, cadáveres entre la maleza. En una estación improvisada, vi a una mujer llorando a gritos con las manos llenas de sangre. Nadie la miraba. El tren silbó, y todos corrimos. Y aun así, La Bestia seguía. Nosotros seguíamos.
Una noche, ya cerca de Puebla, La Bestia se detuvo de golpe. Bajamos en una oscuridad que no era noche: era hueco. Mario me apretó el brazo: —Eso no fue una parada cualquiera —susurró. Oímos gritos, un disparo, luego otro. Corrimos sin saber a dónde. Yo caí. Él no. Nunca supe si lo atraparon, si siguió solo, o si quedó en algún rincón con nombre imposible. Volví a subir al tren cuando amaneció, como un autómata, con las manos sucias de barro y la garganta llena de polvo.
En algún lugar antes de San Luis Potosí, conocí a una mujer con un hijo. No sé cómo se llamaban. Compartimos tortillas duras y agua caliente. El niño tenía fiebre. Ella me pidió que, si algo les pasaba, cuidara del chico: —No lo dejes solo, por favor. No se merece este camino. No lo prometí. Me pareció una crueldad jugar a ser dios. Pero esa noche dormí cerca de ellos, como si mi cuerpo sirviera de abrigo.
Un episodio que nunca olvidaré ocurrió en el tramo entre Celaya y León. El tren se detuvo a la fuerza por una barricada improvisada. Un grupo de hombres armados nos obligó a bajar. Nos formaron contra una tapia descascarada y comenzaron a interrogar, a revisar mochilas. Un joven de Chiapas, al que llamaban Lucho, se puso nervioso y echó a correr. Lo alcanzaron a los pocos metros. Un disparo. No más. Nadie gritó. El silencio fue tan espeso que se nos pegó en los dientes. A mí me preguntaron de dónde era y por qué viajaba. Les dije: «Huyendo de la muerte, buscando trabajo». Me miraron un segundo largo, después me devolvieron mi mochila. Nunca supe por qué me dejaron ir.
Esa noche me encontré llorando sin saber cuándo había empezado. La mujer del niño me alcanzó un pedazo de manta. «Hay días en que el alma se quiere bajar del cuerpo», me dijo. Fue lo más cerca que estuve de la paz en semanas.
Llegué a la frontera con el cuerpo roto. Era otra persona. No Daniel. Algo más áspero, más callado. Y entonces pasó lo que nadie espera: me bajé.
Sí. A metros del muro, del final del camino, me bajé. No por miedo. Fue otra cosa. Vi a un anciano que tejía una hamaca bajo un árbol de mezquite. Me miró y dijo: —No todos los que llegan, llegan vivos. Y entendí. No podía cruzar buscando a alguien que nunca fui. No podía morir buscando el nombre de un país que no me quería. Me quedé.
Ahora vivo en un pueblo que no figura en los mapas. Ayudo a cargar mercadería en una tienda. Escribo los nombres de los que conocí, los que no volvieron. La Bestia no te mata. Te transforma. Algunos se convierten en sombras. Otros, como yo, se quedan. Para contar lo que aún respira.