El sitio de la fatalidad

20 de enero de 2024
1 minuto de lectura
Plaza de Valdepeñas (Jaén). | Flickr

En la plaza del pueblo sucedía todo lo que en el pueblo tenía que suceder. Una muchacha sacando a los balcones sus canarios. El cura, asomado a la puerta de la iglesia con la cruz parroquial esperando al obispo. La fonda enfrente, el único sitio donde hospedarse,  pintada en azules avergonzados, y exigiendo decencia  a los transeúntes… La belleza de Ángela se distinguía entre el cansancio de los soles que calentaban las esquinas.

Vino, de no se sabe dónde, un mozo bello y rico, que miró sin miramientos a la joven ya mirada por Santiago, otro muchacho guapo del pueblo. Las demás mujeres en edad de merecer miraban a uno y a otro desde las cerraduras del deseo, como vírgenes ensangrentadas por el ansia… Ángela se casó con el rico pero antes amó al de su pueblo. De ahí que esposo devolviera a su mujer a la familia, porque no estaba intacta. Y Santiago murió acuchillado por los hermanos de Ángela, ya deshonrada.

Dicen que el amor se aprende, pero la lección dura tanto como la vida. Eso creyó al menos Gabriel García Márquez en su Crónica de una muerte anunciada.

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