El profesor Valverde, en este maravilloso libro, analiza las consecuencias somáticas que acarrea el internamiento en la prisión. Y este capítulo fue uno de los que más me llamó la atención en su día, cuando leí por primera vez este magnífico estudio.
Comienza el capítulo hablando de los problemas sensoriales que conlleva la reclusión, y como no podía ser de otra manera el primer sentido que se ve alterado es la visión. “La ceguera de prisión” que se manifiesta a los pocos meses del ingreso en la cárcel y que produce frecuentes dolores de cabeza y la deformación de la percepción visual que hace que se pierdan formas e incluso los colores.
Viene motivada esta “ceguera de prisión” por la permanente ruptura del espacio, la existencia de continuos impedimentos a la visión a distancia impidiendo la visión, en el mejor de los casos, a unos cientos de metros de distancia.
La consecuencia de esta patología es que cuando se sale de prisión, donde, además de poca distancia de visión no existe una gama de colores amplia, es que el preso liberado “alucina” textualmente con el contraste de colores y la posibilidad de echar la vista más allá de unos cientos de metros, provocando incluso mareos y desvanecimientos.
El siguiente sentido que se resiente en la cárcel es el oído. El continuo hacinamiento, la arquitectura penitenciaria y el espacio cerrado hacen que, aunque el ruido no sea muy elevado, éste se convierta en un rumor sordo constante que afectan al sentido, pudiendo tener pérdidas severas de audición.
El gusto también sufre. La comida en la cárcel es poco sabrosa y siempre de parecido sabor a lo que hay que añadir que la variedad de sabores de los productos que se venden en el economato no es muy amplia, con lo que durante el encierro se produce una disminución en la sensación del gusto, dejando atrofiadas ciertas partes de ese sentido que en muchas ocasiones ya no se van a recuperar.
El olfato es otro sentido que se atrofia. En la cárcel está prohibida la colonia y los ambientadores. La cárcel huele siempre igual. Todas las cárceles huelen igual. A lejía y a desinfectantes muy potentes. Por ello, cuando un preso sale de prisión puede tener “alucinaciones” olfativas al llegar a su cerebro información olfativa que ya ni recordaba.
A los problemas sensoriales tenemos que añadir las alteraciones de la imagen personal como la perdida de la conciencia de los propios cuerpos y confundirlos con los límites de la celda. Esto se debe a la carencia de intimidad y puede producir que el preso mida mal las distancias al confundir entre los límites de su propio cuerpo y los del entorno.
A esto tenemos que añadir la falta o descuido en el cuidado personal, por un lado, en lo que respecta al aseo y por otra lo que concierne a la mala imagen que el preso tiene de si mismo. Normalmente, en la calle, en libertad, no nos aseamos y nos cuidamos de nuestra imagen para nosotros mismos sino para causar una buena imagen en los demás. Y eso en la cárcel no sucede porque todos los presos presentan el mismo aspecto de dejadez, por lo que mejorar mi imagen no es para nada necesario.
Otro aspecto somático que se sufre en prisión es el agarrotamiento muscular motivado por la tensión continua en la que vive el preso fruto de la ansiedad y de la sensación de constante peligro y miedo al futuro. La falta de espacio y de actividades deportivas que descarguen esa tensión agudizan las tensiones musculares que pueden hacerse crónicas, sobre todo en lo que concierne al cuello y a la espalda.
Con respecto a las consecuencias psicosociales del internamiento, el profesor Valverde presenta un estudio pormenorizado de las afecciones psíquicas que conlleva el encierro, estudio que daría para unos cuantos artículos más, pero que se salen de mi campo, al entrar más en la especialidad de psicología que en la de criminología.
Dentro de las consecuencias que tienen que ver con la adaptación al entorno anormal de la prisión, a la “prisionización” podemos enumerar las siguientes: Exageración de las situaciones; autoafirmación agresiva o sumisión frente a la institución; Dominio o sumisión en las relaciones interpersonales; alteración de la sexualidad; ausencia de control sobre la propia vida; Estado permanente de ansiedad; ausencia de expectativas de futuro; ausencia de responsabilización; pérdida de vinculaciones; alteraciones de la afectividad: sensación de desamparo y sobredemanda afectiva y por último una anormalización del lenguaje.
El libro no termina aquí. Continúa hablando de los programas de tratamiento que el mismo profesor Valverde llevaba a cabo en las prisiones españolas. Programas de tratamiento que se vieron interrumpidos al prohibírsele la entrada en las cárceles, ya no solo para realizar estudios e investigaciones, sino que también se le prohibió continuar con los programas de tratamiento.
Eso es lo que a nuestros carceleros les importamos los presos, el mandato constitucional, la LOGP y todos los tratados firmados por España sobre el tratamiento de los presos: una puta mierda.
Alfonso Pazos Fernández