Cualquier vida trae aparejado el cansancio de recorrerla, mucho más la de un emperador con tantos reinos, una madre recluida en Tordesillas, que seguía siendo reina, y un trasiego de amores, de trampas y destinos.
Por eso, a los 56 años Carlos I de España y V de Alemania decidió retirarse a Yuste recreando a su alrededor una selva pequeñita de arboledas y nenúfares callados en el agua. Gotoso hasta el extremo y, de tanto comer, apenas ya sin dentadura, se entretenía en mirar su colección de relojes dando instrucciones a Antonello, que tenía la obligación de que no se detuviese ninguno. Ante un cuadro de Tiziano con el rostro dorado de su bellísima Isabel, pedía a los monjes que anticiparan con cantos y liturgias su propio funeral… Y así fue adormeciéndose su majestad como el sol de la tarde.
Con el emperador debiéramos aprender en las agujas del tiempo, especialmente quienes en el mundo nos gobiernan, que todas las horas hieren y la última termina cerrándonos los ojos.