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El día señalado

Pistola

La sostuvo por enésima vez aquella tarde. El contacto frío del metal le infundía una inexplicable sensación de seguridad. Apretó el pestillo e hizo girar el tambor. Los compartimentos destinados a albergar los proyectiles se encontraban vacíos. Todos, excepto uno. Una bala solitaria descansaba agazapada en su posición, como un piloto que aguarda impaciente en la parrilla de salida. Dispuesta a que alguien diera la orden de liberarla para rasgar el aire e inducir a sus testigos a la locura.

Aunque, para ser justos, el menos cuerdo era él. Había estado practicando durante semanas. Con dianas de plástico, latas de refresco e incluso cajas de cartón. Y sabía que tanto empeño resultaría del todo innecesario. Al fin y al cabo, el que le habían encargado no aparentaba ser un trabajo difícil y las instrucciones eran claras: debía hacerse rápido y sin vacilación. El menor atisbo de duda podía poner en riesgo toda la operación y él no era un hombre acostumbrado a lidiar con las presiones. Pero, no quedaba más remedio. Tenía que hacer de tripas corazón si quería recibir el dinero acordado.

Dirigió una última mirada al arma. El cañón parecía devolvérsela desde algún punto de su insondable negrura. Apenas unas horas de sueño lo separaban del día señalado. Dejó la pistola sobre su mesilla, apagó las luces y se preparó para una larga noche de insomnio.

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Había llegado el momento. En sus ojeras se adivinaba un cansancio extremo. Su rostro ofrecía la expresión impertérrita apropiada para la ocasión. Sus dedos temblaban ostensiblemente, y los sintió entumecerse cuando alzó el brazo y accionó el disparador. Una única pieza de plomo despegó hacia el cielo, atravesando la fina capa espumosa de las nubes. Un instante después, ocho sudorosos corredores abandonaban sus marcas. Quedaba inaugurado el mundial de atletismo.

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