Cuando escribo este candil siguen en el aire los resultados de las votaciones en Cataluña sin dejar de reconocer que, salvo milagro, se cosecha lo que se siembra. Tiempos los nuestros de populismo ignorante y convenido, de escasa reflexión y muchas emociones que son, en esta nueva cultura, las gobernadoras de la decadencia.
Como me siento parte de la Iglesia, ante cualquier decisión determinante, escucho la voz, la luz orientadora de los prelados que, asistidos de un modo especial por el Espíritu Santo, ofrecen autoridad y signo para los creyentes. Aunque también reconozco que en algunos obispos, como el de Tarragona monseñor Joan Planellas, el Espíritu baja los brazos, impotente. Un profesor amigo me repetía con seguridad: “El Espíritu Santo, al que es tonto, lo deja tonto”.
En una carta magistral pide a los políticos, en estas votaciones comunitarias, que “se jueguen la vida al servicio de Cataluña”. Parece ser que este paladín de la fe, reconocido por su independentismo, también se ha independizado de Dios, a cuyo servicio, para el bien universal, nos recomienda la Iglesia que vivamos… Yo me he preguntado algunas veces: ¿Con qué criterio se nombra en Roma a los obispos?