En el Museo de Bellas Artes de San Fernando se puede ver desde más cerca, tocarlo incluso, aunque da miedo su exquisita belleza, su energía devoradora. Es una copia del Ángel Caído que Ricardo Bellver esculpió para los jardines del Retiro desde una interpretación sublime. No se puede entender que tanta hermosura pueda ser tan maligna, pero lo cierto es que podemos comprobarlo en nuestro quehacer diario, entre algunos de los que se nos cruzan en las calles y hasta en los gobiernos.
El evangelio está lleno de demonios expulsados por Jesucristo tras sentir compasión por los que se presentaban ante Él sacudidos por la incesante inquietud del daño. En ocasiones, los demonios eran tantos que necesitó una piara de cerdos para despedirlos a todos hasta que los vieron ahogarse en su propia desesperación.
No seamos ingenuos creyendo que aquello se acabó: nuestros demonios siguen vestidos de gala, argumentando su dignidad de elegidos y, escapados del bronce, se pasean por las calles y por los hemiciclos deslumbrando con su falaz hermosura. ¿Cómo distinguirlos? Valle-Inclán nos da una pista en su Sonata de Primavera: “Los demonios no saben querer”.