De sexo

22 de mayo de 2023
2 minutos de lectura
sexo
Una pareja en un parque. | Fuente: Eduardo Parra / Europa Press

A lo largo de esta vida, que ya comienza a ser larga, nunca me atreví a pontificar sobre dos temas ciertos para los que sólo he acuñado incertidumbres: sexo y política. Algunos frutos sí, en sesudas bases filosóficas o morales, consecuencias más bien de aurigas aventajados que nos ayudaban a sostener las riendas de la lucha, pero con esta luz que tenemos —escribe con acierto Alejandro Simón— sólo podemos florecer entre las grietas.

Cuando estudiaba estos laberintos en la Facultad de Granada mantuve mucho tiempo heridos los ojos del pensamiento. Eran aquellas lecciones aprendidas, ideas con las uñas crecidas o, como dice mi amigo José Manuel, un vaivén de lirios. El desarrollo de la sexualidad —nos enseñaban entonces— tiene únicamente tres caminos: o se sublima o se reprime o se realiza.

La sublimación consistía en trasladar su incesante picadura a una terraza más alta donde achicar, lo más posible, la indecencia de lo prohibido. Encontrar un bien mayor que sustituyera el dulce desorden de la caricia. Reprimirla era maleducarla, taparle la boca al hambre, suspenderle el nombre a la urgencia… algunas locuras han venido por este desasosiego de lo que señalaban como inalcanzable. Y realizarla consistía en cortarle las cuerdas a la distancia dejándose llevar, apenas con la brújula del beso, hasta quitar las sedas que tapan la hermosura.

Las tres tienen su razón y su verdad. La Iglesia debe encender para sus hijos claraboyas al final de las aguas para que los barcos de la noche no encallen en la arena. Pero tampoco puede ocultarse que hay barcos singulares, otras arenas nobles ya que no doradas, en palabras de Góngora, y diferentes parpadeos de la luz que no pueden ser abarcados en la generalidad de unas leyes comunes y precisan también su acomodo en el campo de lo religioso. Sólo hay que rechazar de modo firme los aberrantes abusos de la infancia que quiebran para siempre las inocencias.

Definirse es empobrecerse. Y nos duele por eso que el mundo haya contribuido a la infelicidad de tantos como tuvieron que irse, de España o de sí mismos, abandonados a la suerte de una incomprensión que, en algunos casos, adelantara su muerte.

A Cernuda lo encontró acabado en su habitación de Méjico la hija de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre: su corazón no pudo soportar tantos desaires. En vida, a Juan Ramón lo tacharon de impotente frente a los suaves ojos de Zenobia. A Machado no le dejaron en paz cuando se fijó en Leonor y más tarde tuvo que esconder su amor por Guiomar en un café de Cuatro Caminos. Federico, hasta que lo mataron en su Granada, fue de acá para allá desgarrado en amores, acribillado por el maltrato de aquella fisgona sociedad de la Acera del Casino. Y así otros y otros y otros… Como suelo decir cada vez que me escucho, de esto y de otras muchas cosas, Dios es inocente.

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