Tras la belleza serena de Tresjuncos, empiezo a atisbar las cicatrices de la España vaciada. Las casas con las ventanas cerradas, las calles desiertas al caer la tarde, la escuela con puertas y ventanas tapiadas…
El asfalto se desenrolla bajo las ruedas, devorado por kilómetros de campos dorados bajo un cielo azul intenso. La Mancha. Tierra de Quijotes, de molinos, de un sol que se derrama sobre la piel como oro líquido. Tresjuncos. Un nombre que evoca la sencillez, la vida enraizada en lo esencial. Y allí, al final del camino, un puñado de casas blancas, un oasis en medio de la inmensidad.
Llegamos con la incertidumbre de quien se adentra en lo desconocido. Tresjuncos, un pueblo de menos de trescientas almas se abría ante nosotros como un libro por escribir. ¿Cómo sería la vida en un lugar donde el tiempo parece transcurrir a otro ritmo? ¿Nos acogerían como a uno más?
Las dudas se desvanecieron como el humo en el viento. Apenas pusimos un pie en la casa, un grupo de vecinos nos recibió con los brazos abiertos. Sonrisas francas, miradas cálidas, palabras de bienvenida que resonaban con la sinceridad de la gente sencilla. “Pasen, pasen, que ya está la mesa puesta”. Y en un instante, nos vimos envueltos en un torbellino de presentaciones, de historias compartidas. Bienve, la primera vecina que se acercó a nosotros y nos entregó su amabilidad y cordialidad; su esposo Reyes un ovejero cordial y dispuesto a ayudar; Manuel y su esposa junto a su hijo; vecinos frente a frente de nuestra casa, todo cordialidad y ganas de apoyar al recién llegado; Esteban un agricultor de 88 años con una mente privilegiada y un corazón de oro, gran jugador de tute; Luis Javier, el de la carnicería-ultramarinos siempre dispuesto a echar una mano; Luis, el del bar Batallas con su buen hacer y la gran cocina de su esposa digna de los mejores restaurantes; Cuqui, con su bar-salón de espectáculos, amable, didáctico, siempre preocupado con los equipos de fútbol que, junto con su hija, entrena y dirige; Ana, la farmacéutica que desde el primer día nos ha atendido con el mayor cariño y solicitud, gran amante de los animales y las plantas; Iván, el médico de familia; y Luis, el enfermero que ya me ha vacunado; desde luego no puedo olvidar a la Alcaldesa que nos ofreció una cordial bienvenida y a la Secretaria del Ayuntamiento, sin cuya ayuda a distancia no hubiera podido gestionar mi DNI y el de mi hijo. E n fin, una larga lista de personas que nos han facilitado la entrada y el asentamiento en este maravilloso pueblo y a los que iréis conociendo a través estos escritos, en definitiva, en cuestión de horas, nos sentimos tresjunqueños, parte de una comunidad que nos abrazaba como si nos conociera de toda la vida.
La vida en Tresjuncos es un bálsamo para el alma. Aquí, el tiempo no se mide en minutos, sino en el canto de los pájaros, en la lenta danza de las nubes, en el ritmo pausado de las conversaciones en la plaza. No hay prisas, no hay agobios, no hay el ruido ensordecedor de la ciudad. Aquí, el silencio es un regalo, una oportunidad para escuchar el susurro del viento entre los árboles, el murmullo del agua en la fuente, el latido de la vida misma.
Pero tras la belleza serena de Tresjuncos, empiezo a atisbar las cicatrices de la España vaciada. Las casas con las ventanas cerradas, las calles que se quedan desiertas al caer la tarde, la escuela cerrada con puertas y ventanas tapiadas a causa de la falta de niños. Un éxodo silencioso que ha ido despoblando estos pueblos, dejando atrás un legado de tradiciones, de sabiduría, de una forma de vida en armonía con la naturaleza.
Y me pregunto, ¿cuáles son las causas de esta despoblación? La falta de oportunidades, la centralización de los servicios, el olvido de las instituciones. Una realidad compleja que exige soluciones a largo plazo, una apuesta decidida por revitalizar el mundo rural, por dotarlo de infraestructuras, de empleo, de futuro.
No puedo quedarme de brazos cruzados. Quiero aportar mi granito de arena, dar voz a quienes se sienten olvidados, luchar por la recuperación de estos pueblos que son la esencia de nuestra identidad. Porque en Tresjuncos, en cada rincón de la España vaciada, late el corazón de nuestra historia, de nuestras raíces. Un patrimonio que no podemos permitirnos perder.
Y mientras camino por las calles solitarias, tras cruzarme con algún vecino con quien compartir saludo cariñoso y sonrisa abierta, mientras comparto una cerveza con los vecinos en el bar de Luis o en el de Cuqui, mientras escucho las historias que se transmiten de generación en generación, voy redescubriendo el valor de la vida en sociedad. No la sociedad del asfalto y el hormigón, de la competencia feroz y el individualismo exacerbado. Sino la sociedad de la solidaridad, de la ayuda mutua, del respeto por la tierra y por los demás. Una sociedad donde la familia se extiende más allá de los lazos de sangre, donde los vecinos son amigos, donde la comunidad es un refugio en el que todos se sienten protegidos.
En Tresjuncos, he recuperado la fe en la humanidad. He aprendido que la bondad, la generosidad y la capacidad de compartir siguen vivas en el corazón de las personas. Y me siento privilegiado de poder formar parte de esta comunidad, de contribuir a su desarrollo, de ser testigo de su resistencia.
En Tresjuncos, he venido a descubrir el verdadero significado de la libertad. Libertad para disfrutar del tiempo sin la presión del reloj; libertad para pasear por las calles o por el campo sin rumbo fijo; libertad para relacionarme con los demás sin máscaras ni artificios. Una libertad que se traduce en paz interior, en serenidad, en alegría de vivir.
La recuperación de la vida en sociedad, para mí, ha sido sinónimo de recuperación de la esencia humana que tan deteriorada venía observando, de reconexión con mis raíces que creía perdidas, de reencuentro conmigo mismo. En Tresjuncos, he encontrado un hogar, una familia, un estilo de vida que jamás pensé que pudiera existir. Un lugar donde el tiempo se detiene, donde las personas se miran a los ojos, donde la vida se saborea con la intensidad de lo auténtico.
En próximos escritos, con la excusa de hablar de la España vaciada, os iré desgranando la vida en Tresjuncos. Sus gentes, sus costumbres, sus paisajes. Un pequeño gran pueblo que se ha convertido en mi hogar, en un espejo donde se reflejan los valores que creía perdidos. Un lugar donde la vida en sociedad recupera su verdadero significado.