IGNACIO NEFFEN
En cuanto a su insistencia, la culpa se destaca en el catálogo de sentimientos que acompañan la existencia del ser hablante. Sea para hacerse culpable de esto o aquello, sea para culpabilizar a un tercero, algo se precipita demasiado rápido en dirección a la culpa, sin importar los argumentos que legitimen su irrupción episódica. Del mismo modo, cuando se otorga la palabra a quien consulta en un espacio psicoterapéutico, tarde o temprano testimonia sobre un sentimiento de culpa ante tal o cual recuerdo o circunstancia de vida. Otras veces la culpa permanece oculta, inconsciente, y entonces se requiere de un tiempo para que pueda ser nombrada y reconocida como tal.
Advertida o no por cada uno, igualmente condiciona muchas de nuestras acciones cotidianas. En un caso alguien explica que se baña tres veces por día. Consultado sobre ese asunto, viene a su mente el recuerdo del enojo de sus padres en su niñez, especialmente cuando se ensuciaba en los juegos de la plaza. En tanto síntoma actual, no es consecuencia directa de un estilo de crianza pulcro, es más bien la respuesta singular que un sujeto construyó ante los enojos de sus figuras parentales.
Sobre la hija menor de una familia numerosa, su síntoma es tener que realizar los pasos de la vida en forma rápida, sin posibilidad de error o demora alguna. Sobre el porqué, en sesión introduce una frase que la sorprende: «Es que yo nací tarde». En consecuencia, si no se apura en la concreción de sus metas, sus padres perderán la oportunidad de verla realizada como profesional y madre de familia. Así, se hace culpable de una contingencia que la excede, es decir, el tiempo de su nacimiento en la historia familiar.
Es esta misma insistencia la que invita a pensar el fenómeno de la culpa más allá de lo anecdótico, más allá del uno a uno, para alcanzar su dimensión estructural. Dicho en otras palabras, no es lo mismo creer que nos sentimos culpables a causa de un acto o decisión, que suponer que la culpa ya está allí, a la espera de una excusa que le permita desplegarse en la soledad del pensamiento.
En su tiempo Sigmund Freud se detuvo en el análisis del sentimiento de culpa. Claro, dijo algunas cosas sobre el melancólico, culpable hasta de existir, quien puede llevar las cosas demasiado lejos en su odio hacia sí mismo. Por otro lado, en el ensayo titulado «Tótem y Tabú» (1913), escribió: «Un neurótico obsesivo puede estar oprimido por una consciencia de culpa que convendría a un redomado asesino, no obstante ser, ya desde su niñez, el más considerado y escrupuloso de los hombres en el trato con sus prójimos».
En este fragmento Freud rompe la relación de causa y efecto, separando la culpa de su origen aparente, en tanto es posible experimentarla sin haber trasgredido las normas sociales y morales de la época. Incluso da un paso más, al afirmar que alguien puede comportarse de forma intachable, no solo por principios éticos, sino para pacificar sus fantasías y autorreproches, por injustos que sean.
Entonces, la perspectiva estructural del fenómeno lleva a interesarse en la cultura, especialmente en las narraciones mitológicas. Suele decirse que los mitos son falsos, pero dicen algo verdadero. En la mitología griega, Prometeo robó el fuego de los dioses y fue castigado por Zeus, encadenado a una roca donde un águila le devoraba el hígado hasta el fin de los tiempos. En efecto, en la subjetividad occidental, culpa y castigo suelen ir de la mano.
Conocemos la triste historia de Edipo, quien se dirige sin saberlo hacia su trágico destino, arrancándose los ojos tras descubrir que asesinó a su padre y tomó por esposa a su madre. Narciso, después de rechazar cruelmente el amor de la ninfa Eco, es condenado a enamorarse de su imagen reflejada en un estanque, tan fascinado que no pudo más que ahogarse, absorto en su contemplación.
El caso de Sísifo es particularmente ilustrativo. Su eterno castigo consiste en empujar una piedra cuesta arriba por una montaña, para luego reiniciar el mismo trayecto una y otra vez. Según la tradición, se dice que Homero no precisó el motivo del castigo en los cantos de la Ilíada. Como siempre, hay algunas hipótesis forzadas e interpretaciones precipitadas sobre diversas ofensas a los dioses antiguos, pero el punto es que no hace falta conocer la causa del castigo para que esta historia nos atrape aún hoy.
La indiferencia sobre la causa no es un dato menor, incluso contribuye a pensar la culpa como un dato primero, al cual se anudan historias y sentidos en un tiempo segundo. Esa es la función que cumplen los mitos en una cultura, hacer nombrable ese sentimiento que huye de las palabras que, tal como un murmullo silencioso, está en todos lados y en ninguno.
En la religión cristiana también existe la doctrina del «pecado original», el cual explica que cuando llegamos al mundo portamos los efectos de la trasgresión de Adán y Eva, quienes fueron expulsados del Edén tras comer el fruto prohibido. He aquí otro intento de simbolizar un sentimiento de culpa originario. Ya en otro contexto, en lo que parece ser el colmo de la culpa, un pensador llegó a decir que se es culpable de estar vivo, asumiendo que cada hombre adeuda una vida a la naturaleza.
Frente a este estado de situación del ser hablante, ante la insistencia de una culpa que no necesita de causas específicas y se retroalimenta a sí misma, Jacques Lacan buscó delimitarla según una ética del deseo: «Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva psicoanalítica, es de haber cedido en su deseo». Por deseo, entiéndase aquella invención que da sentido a una existencia, en tanto proyecto y horizonte. Sí, a diferencia del discurso jurídico, en psicoanálisis distinguimos entre culpa y responsabilidad, es porque la culpa solo sirve para martirizarse en la inhibición, mientras que la responsabilidad invita a tomar cartas en el asunto.
*Por su interés reproducimos este artículo que firma Ignacio Neffen en El Litoral.