Hoy: 23 de noviembre de 2024
El pastoral Concilio Vaticano II ya advertía en sus comienzos lo que el propio sentido común reclama desde siempre: “La norma suprema de conducta es la conciencia”. El inconveniente se produce al descubrir que la conciencia es educable y que cada uno puede dormir tranquilo con ella si se obtuvo para su pacificación una referencia valiosa.
Si el cristiano, por ejemplo, no ajusta su quehacer diario a los valores del evangelio, no puede llamarse seguidor de Jesucristo y, mucho menos, sentirse adalid de su fe proclamada. Gobernar y gobernarse sin los precisos valores que nos informan e iluminan, sean cuales fueren, obliga a desembocar en el precipicio del caos y llevar así, a uno mismo y a los tutelados, a la insensatez de un continuo escalofrío. Algo parecido al que, ofreciendo ballenas, nos quiera hacer creer que todas llevan en su vientre profetas venturosos.
Anthony de Melo aseguró que la raza humana será destruida si se aplica una política sin principios, un progreso sin compasión, una riqueza sin trabajo, un aprendizaje sin silencio y una religión sin culto y sin conciencia.
Verdades muy a tener en cuenta en una sociedad como la nuestra en la que puede comprobarse que los principios navegan solitarios, ajenos a la política. Se entienden los progresos sin saber bien en qué consisten y sin medir las consecuencias. Se está creando riqueza desmesurada con inteligencia artificial despreciando la nobleza del trabajador y el sustento de sus familias, a cambio de unos subsidios que envilecen su dignidad. El ruido está cada vez más presente en los bares y en los sitios donde no se puede ir a tomar café buscando inspiración, como los periodistas o los poetas de ayer: músicas estridentes para impedir que se escuche uno por dentro. Y esa religión sin culto y sin conciencia es alentada por los gobiernos para que no valoremos las ramificaciones incalculables de la vida humana: de esta manera, el fútbol se ha convertido en una religión de masas, igual que las tecnologías disparatadas… sin dejar de reconocer que todo es bueno, pero indigno de adoración si no trasciende.
Aún no hemos incorporado la sabiduría encerrada en esta frase de san Juan de la Cruz: “El corazón del hombre no se contenta con menos que Dios”.