Aprender a escuchar

23 de mayo de 2025
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Aprender a escuchar |Pexels

LUCIANO LUTEREAU

Nos escribe Fernanda (29 años, Bariloche): «Hola Luciano, te escribo porque estoy por recibirme de psicóloga y tengo mucho miedo de empezar a atender pacientes. Me pregunto si sus historias no me van a afectar y si voy a poder escuchar a todas las personas que lleguen a mi consulta. Tantos años de estudio y, al final,… ¡me siento inexperta! ¿Cómo se hace cuando uno quiere empezar y no se anima? ¿Te pasó a vos también? ¿Recordás algún caso en el que te haya costado escuchar al paciente?».

Querida Fernanda, muchas gracias por tu mensaje, que me reconduce a los inicios de la práctica de la profesión. Podría contarte un montón de situaciones, pero ya que se trata de una columna breve, haré foco en algunas que creo que son las más importantes. Por un lado, celebro esa vacilación entre querer y no animarse, porque es un indicador del deseo. ¿No es así como también se presenta el vértigo? Un poco de miedo y un poco de anhelo.

Por supuesto que también a mí me pasó. Y desde ya que puedo confirmarte que las historias de tus pacientes te van a afectar y conmover, pero justamente es con ese movimiento que trabajamos. Si no estuviéramos tan de cuerpo presente en nuestra práctica,… ¿no seríamos reemplazables por la IA? De la misma manera, también puedo decirte que hay muchas historias que son difíciles de escuchar, por los efectos que tienen en lo que no conocemos de nosotros.

Hay pacientes con los que sentimos que tenemos más afinidad, con otros no tanto; esto último no es de por sí un problema, porque no obedece a factores ideológicos. A veces la dificultad proviene porque aquello que escuchamos toca nuestra sensibilidad y eso se nos manifiesta como un obstáculo. Para eso existen las supervisiones y la necesidad de que también como psicoanalistas tengamos nuestro propio espacio de análisis.

Podría contarte el trabajo con diferentes casos, pero ahora mientras escribo se me viene a la mente uno que, por suerte, tiene un carácter superficial y no se relaciona directamente con algo íntimo; lo puedo contar porque permanece en cierta generalidad. Recuerdo la vez que atendí durante un tiempo a una mujer que engañaba a su marido. Lo hacía de un modo abierto y sin el menor rastro de remordimiento.

Hasta ese momento, yo había escuchado a varones que padecían el conflicto de estar en pareja y enamorarse de otra mujer, pero no a uno que no tuviera el menor problema con eso. En el caso de esta mujer quizás la cuestión era más compleja, porque no es que ella no amara a su marido. Al contrario, incluso lo idealizaba, pero no estaba allí su erotismo. Igual la cuestión es que para ella no había conflicto en estar con otro.

¿Cómo podía ser que no tuviera prurito o una inquietud moral? Este fue el motivo de la primera supervisión que hice del material de su caso. Recuerdo que mi supervisora me hizo notar mi escándalo como un factor personal sobre el que debía trabajar. Entonces de la supervisión pasé a mi análisis y, tengo que reconocerlo, la situación de la mujer infiel me llevó a un aspecto de la posición del hijo ante la madre.

Con la advertencia de este resquemor, es que pude volver a escucharla. Y te diría, querida Fernanda, que no solo pude escucharla, sino hacerlo de otra manera, sin juzgarla, quizás sí con curiosidad: ya no como un niño ofendido ante una versión impura de la madre, sino como un varón puede escuchar a una mujer. ¿Cómo escucha un varón a una mujer? No estoy seguro, creo que es algo que se pone en juego en cada caso.

En este caso en particular, para mí fue un esfuerzo, porque implicaba tener que salirme de estar centrado en mi propia manera (masculina) de pensar el erotismo. ¿A qué me refiero con esto último? Yo no solo había leído, sino que también estaba de acuerdo con los planteos de Sigmund Freud sobre la vida amorosa; en particular, con su idea de cómo los varones pueden amar a una mujer y desear a otra. Pero, de la mujer, Freud no había dicho gran cosa…

En principio, corroboré que esa disociación no es tan frecuente en la mujer. Al menos no lo era en este caso. La teoría me había abandonado, tenía que aprender a escuchar. En esa mujer yo no escuchaba nada de la culpa (masculina) por la infidelidad. Ahora bien… ¿se trataba de infidelidad? En ese punto volví a supervisar y, en esa nueva instancia, mi supervisora me hizo un chiste y me dijo que me estaba comportando como un varón celoso. ¿Tal vez estaba actuando una identificación con el «cornudo»? En ese entonces me di cuenta de que la indignación había dejado lugar al enojo, que si me había costado escucharla era porque también me sentía herido en el orgullo (viril), como si me estuviera haciendo algo a mí.

En la medida en que pude rectificar esta actitud prejuiciosa, es que conseguí escuchar algo más interesante: descubrí cómo la relación de amor de esta mujer con su marido estaba basada en la sustitución de su madre; mejor dicho, se había casado para separarse de la mamá y por eso mismo la idea de separación con ese marido le resultaba impensable. Como contrapunto, el amorío con el otro no era de gran importancia, sino apenas la vía por la cual no se olvidaba de ella como mujer y, por cierto, también sufría mucho en medio de ese vínculo con alguien que no era nadie importante.

Querida Fernanda, podría seguir contándote particularidades de este caso, pero lo cierto es que más me interesa concluir con la observación de cómo escuchar es un trabajo sobre uno mismo, de desactivación de la comprensión afectiva inmediata que uno tiene de lo que se nos cuenta, para poder ir más allá. Escuchar no es entender(se), sino precisamente guiarse por lo que hace de obstáculo en nosotros. Se escucha contra uno mismo. Desde ya que te vas a encontrar con dificultades en esta práctica, pero estoy seguro de que también serán la fuente de una enorme satisfacción.

(*) Para comunicarse con el autor: [email protected]

*Por su interés reproducimos este artículo escrito por Luciano Lutereau, publicado en El Tiempo.

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