Hoy: 22 de noviembre de 2024
Precursor de la informática moderna y colaborador fundamental del triunfo de los aliados en la contienda
“¿En qué carta, de las 150 que dejó Alan Turing, escribió sobre el modelo libertario de Jaron Lanier? ¿Dijo realmente que había fracasado? Sin duda, hay menos libertad en el planeta, y su gerenciamiento no lo oculta. Yo lo digo, porque sé”.
Así empezó la nota el amigo de Alan Mathison Turing, el matemático, lógico, informático teórico, criptógrafo, filósofo y biólogo británico, precursor de la informática moderna y colaborador fundamental del triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
El amigo, alumno suyo en Londres, lo quiso salvar del suicidio, pero no tuvo suerte:
“Ahora volverán a inventar lágrimas de colores para sentir lo mismo que este ser, que vino aquí a amar. El que pidió un beso y un sitio para vivir los días de a uno, sin confundir entre los vividos y los por vivir”, escribió en la pared del colegio donde conoció a su profesor.
Por su parte, Turing supo después de resolver sus enigmas y de interceptar las comunicaciones de los alemanes de Adolfo Hitler que un mundo sin intimidad ya no sería tarea de los dioses.
Sintió el vacío que deja el pensamiento que se autoabastece en contacto con su creatividad. Afuera, solo el precipicio. Imaginó lo que estaba por venir. Era consciente de los muertos que invadirían el mundo que miraba.
Rogaba paz, rogaba libertad, a través de sus ojos, de sus oídos, de sus manos temblorosas, de su alma exaltada. Se cansó de reclamar a los astros, a la luna, a las estrellas. ¡Algo de paz! ¡Libertad!
Turing, después del gran triunfo de los aliados siguió a un joven alemán, lo salvó, y pese a la distancia, pudieron enamorarse.
Por el joven enamorado, supo que ingenieros espías alemanes habían querido matarlo por medio de un pájaro que contenía una bomba. Turing escuchó muy atentamente al alemán que lo había seducido con sus ojos azules y su estirpe aria:
—Mi padre, Carl-Hans von Plocki, y sus alumnos, construyeron en el laboratorio de la escuela de Ingeniería de la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, en Sudamérica, un reloj gigante con un pájaro que cantaba las horas. El ave fue programada para que escapase y cruzara el océano. Iba dirigida a tu persona. Llevaba en su pico una ojiva con una abundante carga virósica.
—¿Y qué pasó? —preguntó Turing, con un cigarrillo encendido entre sus dedos después de hacer el amor, echado en una cama escasa de higiene.
—Hubo un episodio que hizo fracasar el atentado. El hijo de Carl-Hans von Plocki, que piloteaba el avión con las herramientas necesarias, los accesorios y los dispositivos para la construcción del arma letal, se perdió por amor y nunca llegó a destino. —Contestó el piloto con expresión divertida. Turing largó una carcajada. El joven acompañó la risa con una sonrisa inocente.
Quién sabe cómo hubiese terminado la historia del matemático si uno, sólo uno de esos amantes reconocidos por sus sábanas, no hubiera sido carne de cañón.