El poeta Artaud, el dramaturgo Octavio Paz y los indios mexicanos

4 de junio de 2024
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Artaud I Fuente: FI

Entre quienes siguieron los pasos de la leyenda fue el cantautor de la paz y poeta del Universo, el argentino Facundo Cabral

Cuando el director de teatro polaco Jerzy Marian Grotowski visitó América Latina, parecía que las tinieblas del arte se disipaban en cada escenario argentino, uruguayo, brasilero. Sucedía que Grotowski era el gran innovador, era el director del teatro suprahumano,el teórico de la actuación, de la formación y de la producción teatral. Era quien afirmaba a los latinoamericanos que debían arrojarse al vacío si querían ser artistas significativos en el teatro moderno.

Eso sucedía en el conosur, en el fin del mundo, cerca de la Patagonia, cuando, por otro lado, y según el mexicano Medardo Márquez, el genial francés Antonin Artaud viajaba a México para experimentar lo que consideraba la naturaleza libertaria de los pueblos originarios. El polaco traía el abismo, mientras tanto, el francés venía a buscar la libertad de los pueblos originarios.

En el Distrito Federal Artaud fue más allá de su poesía, de su drama, de sus ensayos, de sus novelas, exploró los caminos mexicanos hacia un arte absoluto y total.

El francés solitario y curioso hombre –comido por los años, huesudo, cadavérico y desdentado– fue más allá en su descaro y, sin más, los increpó en francés a un grupo que compartían una mesa en un bar de mala muerte:

—¡Hey!, ustedes hablan español y son mexicanos. Yo estuve hace tiempo en México. Tras oír aquello, uno de los mexicanos, cuyo nombre era Octavio Paz, miró al encorvado y entrometido anciano que estaba solo en la mesa del bar rutinario de los escritores locales, y al instante lo reconoció:

 —¡Maestro, pero claro! Usted es Antonin Artaud. Usted ha escrito cosas admirables sobre México, y es un gran poeta.

 El reconocimiento público de Octavio Paz serenó al francés. Artaud rompió en felicidad y la afabilidad nació entre él y los mexicanos. Lo convidaron a su mesa y el solitario viejo dramaturgo y poeta comenzó a recordar su antiguo viaje a México a los asistentes:  los poetas José Gorostiza, Le poète Gorostiète”, como lo llamaba Artaud, Luis Cardoza y Aragón, de origen guatemalteco, pero que vivió muchos años en México y fue su Virgilio en los lugares de mala muerte en México, el pintor Federico Cantú, a quien había conocido en Francia, y los escritores y diplomáticos Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes con quienes mantuvo una intensa comunicación epistolar, y sin cuyos buenos oficios, no habría sido posible la estancia de Artaud en México.

Aquella noche, en el Bar Vert, Artaud recordó a la pintora María Izquierdo, con quien trabó una íntima amistad y a quien admiró como artista. Les confesó a Octavio Paz y a sus acompañantes, que María le había regalado algunas pinturas, pero que los había perdido cuando lo ingresaron en el manicomio de la comuna francesa de Rodez del que, por cierto, sus amigos lo habían rescatado.

La crueldad y las visiones de otro mundo real

Antonin Artaud nació en Marsella el 4 de septiembre de 1896, fue una leyenda viva. Su lírica anarquista, su revolucionaria pedagogía en el teatro y en la mística del cuerpo, su relación con los estados alterados de la conciencia y la locura, así como su experimentación con las drogas lo habían convertido, al final de sus días, en una suerte de maestro espiritual y viajero cósmico y misterioso. Incluso, hubo un tiempo, tras su muerte, en que oleadas de viajeros arribaban a nuestro país con la intención de hallar sus pasos, particularmente aquellos que dio en la Sierra Tarahumara, y descubrir los supuestos secretos ocultos que Artaud —“dios perro”—, como se refería a sí mismo, dejó en su periplo por México.

 Entre quienes siguieron los pasos de Artaud fue el cantautor de la paz y poeta del Universo, el argentino Facundo Cabral, quien escribió y cantó la experiencia.

Según Cabral, Artaud alteró las complejas celebraciones místico-religiosas de los tarahumaras. No cuestionó nada, sino dio vuelta las interpretaciones de las danzas, tesgüinadas y ofrendas, y la bebida tradicional a base de maíz llamada tesgüino.

Cabral recordó que la danza era una oración donde se imploran perdón, piden lluvia, dan las gracias por ella y por la cosecha.

En tanto, Artaud se llevó el peyote con lo que ayudan a los muertos a subir al cielo mediante la celebración de fiestas.

Artaud constató la existencia del patio para las ceremonias rituales, el humo, que es el incienso del tarahumara, el rocío de los cuatro puntos cardinales, y los cánticos ininteligibles se practican religiosamente, pero no pudo explicar la mitología de sus anfitriones.

Lo onírico

Los “chamanes” son Sukurúame, para los tarahumaras, quienes emplean prácticas ocultas para hacer el mal, u Owiruame, que es el sanador bueno. Este último, en los días antiguos, se transportaba de un lugar a otro en forma de ave, al llegar a su destino recuperaba su cuerpo, a veces viajaba junto con su familia.

El chamán es el guardián de las costumbres sociales de un pueblo. Sus obligaciones como especialista ritual y terapéutico le obligan a ser un defensor del orden tradicional. Su función es establecer un equilibrio entre el cuerpo y el cosmos. Algunos chamanes utilizan el peyote (híkuli) para sus curaciones, esta planta alucinógena tiene un uso restringido y sólo los chamanes saben la cantidad que se utilizará, así como su recolección y almacenamiento.

En la primavera de 1936

Pero volviendo a Artaud, el francés pisó tierras mexicanas en la víspera de la primavera de 1936, tras una cortísima temporada en La Habana. En Cuba, se embarcó en el buque carguero Siboney y arribó al puerto de Veracruz a los pocos días. Llevaba consigo la fascinación por lo místico, la esperanza de hallar en México lo que llevaba años buscando. Llevaba 39 años su mente y su corazón inflamados y los bolsillos vacíos:

 Al llegar a Veracruz, dijo, —Yo he venido aquí sin un centavo, decidido a arriesgarlo todo por tal de encontrar lo que busco. —El creador del llamado “Teatro de la crueldad”, pintor, ensayista y poeta marsellés, surrealista y gran amigo de André Breton, de quien más tarde se distanciaría en términos artísticos y políticos, aunque no amistosos, planeó su viaje a México con varios meses de anticipación.

 Deseaba hacer un viaje de introspección e investigación para conocer “los ritos, las danzas, el mundo natural y cósmico de los indios mejicanos expertos en el uso de la riqueza vegetal y de los microorganismos que tiene un trozo del mundo.

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