Don Antonio Machado. Amores y destinos (Capítulo 8)

2 de junio de 2024
2 minutos de lectura
La tumba de Leonor Izquierdo, la esposa de Antonio Machado. | Flickr

En Baeza II

-Carta de Machado a Juan Ramón Jiménez.
Moguer

Estuve tan mal que ni siquiera pude escribirle. Cuando murió mi mujer pensé pegarme un tiro…

El tiro se lo dio la vida a Juan Ramón cuando murió Zenobia de cáncer sin haberle podido ofrecer el premio Nobel: “la única verdad es la muerte”, fueron sus palabras enjugadas en llanto.

-Carta a don Miguel de Unamuno
Salamanca

Querido profesor:

Necesito su consejo para ver qué hago con mi vida. Quizá estudiando otra carrera… Tal vez filosofía: ¡Amo tanto a Bergson!

Nos une la palabra, ilustre don Miguel, la tragedia común de no encontrar a Dios entre la niebla y la vieja pasión de amar a España.

Viudo y triste, de natural melancólico y sin ganas más que de morirse, había llegado don Antonio Machado a Baeza en 1912, con 37 años, para alojarse en una pensión de la calle de la Cárcel, muy cercana al Instituto de la Santísima Trinidad y Junto al palacio de Jabalquinto que fue seminario diocesano y hoy acoge la Universidad Internacional de Andalucía que lleva su nombre.

Frente a la pensión donde va a vivir el poeta que, a temporadas, acompañará su madre, luce el mejor edificio plateresco de la ciudad que fue Casa del Corregidor y Cárcel, hasta que terminó siendo definitivamente el Ayuntamiento.

A pesar de su circunstancia, Machado amará a Baeza y la llevará en su corazón hasta el final:

Campo de Baeza,
soñaré contigo
cuando no te vea.

Siempre estará Baeza en sus ojos de ver por dentro cuando recordase los paseos silenciosos e infinitos que le llevaban hasta la más alta ladera donde el Guadalquivir, abajo, baña los últimos olivos. En otras ocasiones inicia don Antonio su caminar hasta Úbeda. En su recorrido de ensimismamiento, toma café en el primer bar de la carretera y luego se vuelve más templadamente recitando a solas:

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!…

¿Adónde el camino irá?

Como escribiría Juan Ramón Jiménez el camino siempre termina en uno mismo. Mejor con ayuda de alguien que solitario, debemos recorrerlo saboreando los perfumes del viento, los aromas necesarios de las buenas palabras sentidas y escuchadas, el canto de la soledad sonora que sobrevive en los silencios.

La identidad cómplice que don Antonio acuna silenciosamente en Baeza tiene que ver con lo que afirma justamente el profesor Pasquau: “A Machado y a Baeza les duele dentro el tiempo que se ha ido”.

Convencido como estaba de que “un corazón solitario no es un corazón”, don Antonio aportaba presencia y sabiduría en las tertulias con sus amigos de Baeza. La más conocida, con brasero encendido para templar los fríos, es la de don Alfredo Almazán, un boticario que además es alcalde y cuya farmacia estuvo, en la calle de San Francisco, abierta hasta hace poco: en su rebotica se reunían por las tardes el notario, algún que otro concejal, el director del Instituto… y el poeta:

Es de noche. Se platica
al fondo de la botica.

Aunque nadie sitúa esta anécdota en lugar concreto, casi con toda seguridad que sucedió en la botica de Almazán, en la que se hablaba de casi todo y en la que, más que hablar, escuchaba don Antonio. Fue un compañero de cátedra el que intervino directamente:

-Usted, señor Machado, profesor reconocido, poeta de renombre, es poco cuidadoso con su aspecto. Sabemos que camina mucho, que andar y pensar son la fuente de su filosofía, pero esas botas suyas, por ejemplo, están llenas de arrugas, a punto de cortarse el cuero…

Don Antonio se le quedó mirando con atrevida respuesta a punto de aparecer en sus labios:

-Hay dos clases de hombres: los que miran a la cara y los que miran a las botas…

De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena.
El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza.

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