Según Dulce María Loynaz, fue primeramente el agua el suspiro inicial de la creación. Un agua ronca en la que apenas si respiraban los peces y en cuyos vientres se gestaron los mundos que poco a poco fuimos viendo.
Supe en el hotel de La Habana que un grupo de adolescentes cualificados en sus estudios entregarían a la poeta el ramo de las primeras rosas. Busqué la forma de colarme entre ellos y así la vi, muy anciana, sonriente y estremecida en su vieja casona de El Vedado, quemada por el sol de Cuba y por la sal de sus aguas. La casa de Dulce María fue testigo de las voces más líricas de nuestra España. La melancolía de Juan Ramón Jiménez, el dorado fuego de García Lorca o la viveza limpia de Carmen Conde, los hamacaba Dulce María Loynaz en los mimbres de su mecedora.
Su única novela, Jardín, es una anticipo del Paraíso que la aguardaba. Y entre rosas debe estar Dulce María, que pidió ser amortajada con su vestido de novia creyendo, quizá, que del vientre de las aguas primeras, Dios le había reservado un amor más intenso, un cielo diferente.