Me correspondió el Cerro Muriano para cumplir con el servicio militar. Allí fui entrenado en lo que nunca había hecho: pegar tiros a las sombras, desfilar a temperaturas cordobesas, robar las gorras robadas, comer rancho y conocer a más de cien compañeros que venían de otros asombros, de diferentes soledades. Entre ellos, ocho soldados de mi compañía no habían aprendido a leer. El capitán me pidió que les enseñara:
-La del rabito es la a, la eme es un ciempiés que comienza; la hache, una silla donde el silencio se recuesta…A las doce comenzábamos la rutina del lápiz y la libreta. Yo llevaba la goma de borrar mis equivocaciones.
Creo no haber hecho otra cosa más importante en la vida que abrir las ventanas a la inteligencia de esos compañeros que, al reconocerme luego por las calles, abrazaron el tiempo que estuvimos juntos.Me dijeron que murió ciego aquel capitán que, en su momento, nos había ofrecido la voluntad de encontrar la luz: Dios dispuso que se complaciera mirándose por dentro.