En la obra de Oscar Wilde, Lady Chiltern considera a su esposo como “un marido ideal”, competente y honesto a vista de la mejor sociedad inglesa. Hasta que aparece en escena otra mujer y se va desvelando, poco a poco, las artimañas de su fortuna indebida, entre otros devaneos de aristocracia.
Ningún secreto hay que no vaya a ser revelado, afirma el evangelio. Esta sentencia debería ser reconsiderada por todos a la hora de las infidelidades o de los abusos. Son tiempos de renovar coronas y puede escribirse que la historia está a rebosar de reyes promiscuos, que guardaron sus secretos con disimulo o sin pudor alguno, como Enrique VIII que hasta fundó su propia religión antes de que estallaran de ímpetu sus ropas interiores. Carlos V, de jovencito, tuvo una hija con Germana de Foix, su abuelastra, que recluyeron en un convento, sin ganas la pobre, como solía ocurrir en esos tiempos; Más tarde engendró a don Juan de Austria, con una alemana rebosante… Y otros más cercanos, más cercanos.
En un panteón de cementerio olvidado puede leerse: “Aquí yace Antonio Sofonías. Como padre, un ejemplo; como esposo, un ejemplar”.