La reelección de Donald Trump en enero de 2025 marcó no solo un retorno al poder, sino el endurecimiento de una agenda que ha puesto en jaque los principios democráticos de Estados Unidos. En cuestión de semanas, su administración ha derogado protecciones clave para migrantes, ha reactivado deportaciones exprés y ha impuesto nuevas leyes que criminalizan la migración con una dureza sin precedentes, según una información de Excelsior.
La llamada Ley Laken Riley, aprobada con respaldo del Congreso dominado por los republicanos, obliga a detener automáticamente a migrantes con antecedentes de delitos menores, incluso sin condena judicial. A la par, nuevas órdenes ejecutivas impiden el ingreso de personas procedentes de más de una decena de países, sin diferenciar entre trabajadores migrantes y quienes buscan refugio ante guerras, dictaduras o crisis humanitarias.
Más allá de las medidas concretas, el nuevo rumbo político tiene una carga simbólica que erosiona las bases sobre las que se fundó el país: pluralismo, tolerancia, libertad religiosa y diversidad cultural. El mensaje es claro: en esta nueva etapa, la diferencia se percibe como amenaza y la diversidad, como un error que debe corregirse.
Trump no solo ha rediseñado el mapa migratorio; ha alimentado un discurso de exclusión que promueve la nostalgia de una nación homogénea que nunca existió. La narrativa oficial intenta borrar la historia viva de una nación formada por oleadas de migrantes, transformando el orgullo de la diferencia en un estigma.
Lejos de silenciarse, las voces migrantes han ganado fuerza en las calles. En ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Chicago y Atlanta, miles marchan ondeando banderas de sus países de origen junto a la de Estados Unidos. Las protestas multilingües y multiculturales no solo reclaman derechos, sino también visibilidad y reconocimiento.
Las nuevas generaciones de migrantes ya no renuncian a sus raíces: las transforman en una doble pertenencia que desafía el nacionalismo excluyente. Esa forma de habitar dos mundos —y de ser ciudadano en ambos— se ha convertido en una herramienta de resistencia frente a los intentos por imponer una identidad única.
El efecto de esta política no se detiene en la frontera. La retórica xenófoba impulsada desde Washington ha comenzado a replicarse en otros rincones del mundo, donde gobiernos autoritarios encuentran en Trump un referente legitimador. Desde Europa hasta América Latina, los discursos antiinmigrantes se alimentan del modelo estadounidense para justificar retrocesos democráticos.
Lo que ocurre hoy en Estados Unidos es una advertencia: la democracia no es invulnerable. Sin el compromiso activo de sus ciudadanos y sin el respeto por la diversidad que la sustenta, corre el riesgo de vaciarse de sentido.
El país se enfrenta a una encrucijada histórica. Puede optar por el repliegue identitario y autoritario, o puede reconstruirse desde el reconocimiento de que la movilidad humana, la diferencia y el derecho a pertenecer son fuentes de su verdadera fortaleza. Las multitudes que hoy caminan en defensa de sus derechos no representan una amenaza: son la encarnación misma de una democracia posible y aún por conquistar.
Mientras tanto, en las calles se escribe otra historia: la de quienes se niegan a desaparecer, la de quienes recuerdan que la libertad no se hereda, se defiende.