No sé si ustedes son de los míos, si de esos que disfrutan más de los preparativos que del propio viaje, más del trayecto que del final. Pensar, programar y planear un viaje es un acontecimiento enormemente placentero porque todo ocurre en el camino de la ilusión de lo que está por venir y por descubrir lo desconocido.
Y qué decir del trayecto. Ir de un lugar a otro tiene la oportunidad de las paradas sin desperdiciar cuánto hay de paso, que con frecuencia se trata de verdaderos descubrimientos, de sorpresas inesperadas, hasta llegar al final, esa especie de guinda en una aventura que desde ese momento pasará el álbum de las emociones y los recuerdos. Bien pensado podría ser como una metáfora de la vida: tanta prisa por llegar que nos perdemos por el camino demasiadas cosas importantes, pero esta es otra historia y seguramente una reflexión necesaria que podríamos hacer otro día.
Le digo todo esto porque ahora, cuando lea esto, estamos en las verdaderas horas de la ilusión y de los sueños, esas previas al sorteo del Gordo de Navidad que es la gran oportunidad que nos da cada año creer en lo que realmente es prácticamente imposible, pero esa mínima probabilidad nos hace creer en lo que podría acabar con los problemas o abrirnos a la fantasía.
Como sucede mientras se prepara un viaje, antes de que llegue el sorteo podemos sentirnos cerca de ayudar para ese piso que necesitan nuestros hijos, de pagar nuestra hipoteca, de renovar el viejo Opel por un híbrido de los de ahora, de reservar nuestros billetes para Santo Domingo, de cambiar ¡por fin! la cocina, o del crucero que nos llevará por los Fiordos. Quizás, incluso, con dejar de trabajar a las órdenes de un gilipollas engreído y abusón en una empresa para la que solo eres un número y montar tu propio negocio, o sencillamente con retirarte un poco antes porque ya has aportado bastante y quieres disfrutar algo antes de que tu vida de agote al paso de un andador y los pañales.
Si, hasta el domingo, cuando los niños de San Ildefonso vayan cantando premios y pedreas, somos dueños de nuestros deseos y mantenemos la ilusión intacta porque hasta entonces todo es posible, y nada se puede resistir a pensar que podremos tener y hacer cuanto hemos querido y necesitado. A veces una y otra cosa no tienen por qué coincidir y querer algo puede ser solo el capricho de lo que de otra forma es inalcanzable, mientras que la necesidad es la que nos empuja a la desesperación cuando la vida nos aprieta y ahoga y casi nada vale más, o importa más, que lo justo para ir tirando o acabar con las estrecheces.
Disfrute ahora lector. Sueñe con cuanto crea que merece y necesita y piense que mientras no llegue el domingo todo es posible y todo está por venir. Cierre los ojos y mantenga esa sonrisa que da creer que sí, que este año sí. A mediodía, cuando caigan las últimas pedreas y sea eso lo único a lo que aspira al final del sorteo para recuperar lo metido, la ilusión se habrá desvanecido, pero la esperanza volverá a nacer porque llegarán otras oportunidades, quizás El Niño, tal vez un cupón de la ONCE, quién sabe si una bonoloto o, lo más seguro, que se conforme con tener trabajo y la salud, la propia y la de los suyos, que es el premio de verdad porque con ella podremos seguir alimentando el sueño de un futuro mejor.