En la familia sabíamos todos que al tío Jacinto le gustaba el vino. También que le apetecían todas las mujeres, menos la suya. Seis años casados y el hijo no venía por más que se intentara. De ahí que él saliera a las mañanas, desganado, a vender por los bares la marca de cerveza que representaba.
Raro era el día que alguno de sus clientes le conminara para que el dueño de la fábrica le cambiase el nombre al producto. Porque el tío Jacinto vendía una cerveza que se llamaba La Leche y, cuando alguien llegaba al mostrador pidiendo leche le ofrecían cerveza, y al revés. En el envoltorio de la botella aparecía un señor grueso con una vaca al fondo. Casi un siglo llevaban con esa tradición y el fabricante no estaba dispuesto a innovar.
Por eso, al tío Jacinto, cuando estaba sobrio, que casi nunca lo estaba, le llamaban El Disparate. Y cuando estaba borracho, que casi siempre lo estaba, le robaban la cartera después de haber llamado al único vivo de los Galindos que quedaba en la finca, con tantos crímenes todavía sin resolver.