Como muchos, soy uno de los convencidos de que las pequeñas y grandes diatribas de los seres humanos están respondidas y resueltas en la Biblia. En el Salmo 133 puede leerse: “Ved qué dulzura, qué delicia es ver a los hermanos unidos… es como un aroma que corre por la cabeza y baja por la barba hasta el cuello de su ropaje”. Desde cualquier religión, proyecto de todo pueblo, ansia de la mejor familia, deseo de cada corazón debiera ser esta búsqueda constante de una dichosa fraternidad.
Sin el menor motivo se observa en el gesto y en la mirada de algunos independentistas, sean catalanes o vascos, y de ciertos ministros, un perfil de odio que envenena los peces de los ríos. Desde los pechos de la madre España han recibido la leche más sabrosa y los más grandes privilegios, con la intención de que algún día tornasen limones por naranjas. Sin venir a cuento, odian a España… Me duele su resentimiento, más que nada por ellos. Si desprecian a la madre de ese modo es porque han secado su corazón en las tinieblas y ese es el más alto muro para ser recomendados. ¿Quién puede fiarse de los que, en lugar de perfume, llevan veneno? Y, además, sin venir a cuento.