Segovia de santos y poetas

20 de enero de 2025
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Segovia.

Don Antonio Machado vivió casi doce años en la calle de Los Desamparados tras la muerte de Leonor

En muchas ocasiones regreso a Segovia con el pensamiento o, si puedo, con las manos de tocar las cosas y con los ojos capacitados para ver sucesivamente lo que quedó por descubrir las veces anteriores.

Cada piedra de Segovia tiene su propia serenidad; se aleja, huye de la locura y prefiere burlarse en silencio de aquellos que tienen prisa, sin saber que el destino está por decidir.

Frente al Acueducto, tomé con el amigo Julián Onaindía una cerveza espesa y fría con aceitunas grandes, mientras adivinábamos el agua encima de los ojos que aquellos romanos españoles dirigieron hacia los campos y hacia las fuentes que precisan de bufanda en los inviernos.

Segovia fue el amor de sufrida ausencia que San Juan de la Cruz recuperó cuando pudo, por fin, instalarse en ella con los ojos cerrados. Aprovechando las cuevas altas de la Fuencisla, donde los pájaros dormían, el santo carmelita se adentraba en la espesura de la oración para descubrir más caminos interiores.

Otro gran poeta, con sabores de jardín perenne, llegó a Segovia después de que su amigo Palacio le encontrase una pensión de sólo tres pesetas y media cada día. Don Antonio Machado, que venía desamparado por la muerte de Leonor, vivió casi doce años en la calle de Los Desamparados, una fonda propiedad de doña Luisa Torrego.

En la casa, en cuya puerta hoy brilla un busto de Barral que perfila a don Antonio, acuchillado en bondades por el tiempo, se conservan primorosamente vasos y platos y cubiertos que usó el poeta. Y su dormitorio, intacto, con una blanca colcha de ganchillo que cubría su carne del intenso frío segoviano; tanto, que en una ocasión refirió en carta a don Miguel de Unamuno: “Hace tanto frío en esta casa que, a veces, tengo que abrir el balcón para que algún calor entre de la calle”.

Algunos aseguran que ese continuo pasear de don Antonio era sólo por huir del hospedaje hasta encontrarse consigo mismo: “Ese placer de alejarse! / Lourdes, Madrid, Ponferrada / tan lindos para marcharse”.

Las piedras de los paseos segovianos dejaron siempre en el poeta un singular aprecio por todo lo que hay debajo de la vida, dentro de la vida. Mirando la tumba de San Juan de la Cruz, pudo escribir una mañana: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”.

¡Qué buena tertulia de los tres!. Y Santa Teresa arriba, cerca de la pensión machadiana, tallando con emociones el libro de Las Moradas.

EL DUENDE

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