Hoy: 10 de octubre de 2024
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
San Juan de la Cruz
Tras el paréntesis de la Señora en la laguna, volvemos al cotidiano quehacer de Catalina y sus hijos en Fontiveros. Si antes no le alcanzaba para todos, ahora, con Francisco ya de 18 años y el padre muerto, ha de conseguir con sus manos el milagro de la multiplicación.
Continúa tejiendo sedas y enseñando a sus hijos –como luego dirá a un carmelita de Medina—la devoción a la Santísima Virgen, que más tarde pesará en la decisión de Juan cuando tenga que elegir su vocación. Todos ayudan en la casa, que es pequeña y con lo indispensable, para sentarse juntos alrededor de la mesa a cuyo costado un brasero insiste inútilmente en olvidarlos del frío. Pan negro para cenar, una sopa arenosa de maíz y algunas verduras que, en las fiestas, alumbran unas gotas de aceite.
Francisco, pese a su edad, no sabe aún leer: en Gálvez, su tía prefirió adoctrinarlo en los quehaceres domésticos antes que llevarlo a la escuela. Ahora Catalina le mueve a que se instruya enviándolo, igual que a sus hermanos, al colegio. Pero Francisco no progresa, quizá –como señala el padre Velasco— porque el Señor lo tenía reservado a otros menesteres, quizá porque los años han endurecido su capacidad de compartir los comienzos con quienes son mucho más pequeños. Y aprende el oficio de su madre que no abandonará hasta que la juventud de su pulso lo permita.
Como volar, más que un cumplimiento, es una pasión común a la familia (Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, /volé tan alto, tal alto, / que le di a la caza alcance). Luis, el querido hermano, vuela al cielo en busca de la compañía de su padre. Dicen algunos biógrafos que la causa de su muerte fue una alimentación inadecuada: eran tiempos donde superar la etapa de la infancia se consideraba casi como un privilegio.
La muerte de Luis vuelve a llenar de pesares a los Yepes, tan visitados por el desamparo. Puede que estas desventuras sean eslabones necesarios, escondidos cristales en el camino hacia la libertad. Por eso Catalina, en su recogimiento (para guardar el espíritu no hay mejor remedio que padecer y hacer callar. Cta. 8 de fray Juan), sólo nos deja de esta muerte el imprescindible dato de una ausencia. Juan es aún muy pequeño para poder decirle lo que luego él mismo escribiría: Es condición de Dios llevar antes de tiempo a las almas que Él mucho ama. (Ll. 1, 34)
Antes de tiempo… Antes de que se vayan las inocencias con la arena de los relojes, Dios detiene la hora de algunos elegidos.
Nunca entenderemos bien estas preferencias que parecen crueldad y, sin embargo, son regalos, prisas por el abrazo.
Estamos en 1548. Catalina, viendo que en Fontiveros peligra la supervivencia de la familia, decide llamar a sus hijos y compartir con ellos la reflexión de tantas noches en vela. Tal vez no fueron éstas sus palabras, pero estoy seguro de que quiso decirlas:
-He pensado que sería bueno salir de Fontiveros. Los vecinos me empujan a buscar en Arévalo un futuro mejor para vosotros. Arévalo está cerca… No me mires así, Juan, que son necesarias estas golosinas para el espíritu. ¿Crees, acaso, que no siento dejar en Fontiveros aquella mirada de tu padre cuando nos conocimos, la espiga de vuestro crecimiento?
-Ahora anudo el amor en este pañuelo de seda que llevo como recuerdo. ¡El amor detrás de estos velos, Juan!… sé que algún día escribirás sobre esto, acuérdate, entonces, que hoy tu madre huye para no salir de sí misma. Todo queda en Fontiveros, hijos, todo menos esta lámpara, menos esta fatigosa candela de los sueños.
Francisco entiende muy bien este lenguaje de la separación, sólo que su condición de hombre únicamente le permite apretar los labios y tragarse el llanto. A Juan, en cambio, sus seis años le impiden aún mancharse con el sufrimiento. Por el contrario, se le nota feliz ante la sorpresa de un nuevo horizonte. Los tres miran por última vez con disimulo la parroquia de san Cipriano donde descansan Luis y Gonzalo, al fondo de la nave central, el sitio de los pobres.
El duende