UN TELAR DE FONDO
El acontecimiento más importante en la vida de un hombre es, sin duda alguna, el día en que sus padres se vieron por primera vez y se enamoraron. Luego viene el nacer, siempre el vivir, pero la fuente de todos los destinos son unos ojos que se cruzan y una voluntad firme de nunca separarse.
En Fontiveros, Catalina Álvarez y Gonzalo de Yepes se vieron por primera vez y se enamoraron. Fontiveros era en la primera mitad del siglo XVI –lo sigue siendo ahora–, un oscuro rincón de Castilla con apenas cinco mil habitantes, a una treintena larga de kilómetros de Ávila, y sin más Historia que la historia de los que allí vivieron mirando al cielo, a la espera de la buena lluvia para sus campos: toda su riqueza es tierra y una esperanza de pequeños progresos que no les abandona.
Fontiveros no es el principio de ningún camino y ningún camino en Fontiveros termina.. En todo caso, allí descansan una sola noche algunos de los muchísimos comerciantes que llevan y traen sus mercancías a las ferias de Medina del Campo. A Medina llegan los de Cataluña con paños y coral; los de Valencia traen sedas labradas y especierías; de Córdoba, cueros repujados, botones y guadamecíes; de Sevilla vienen con jabones y azúcares; y de Toledo acuden comerciantes en sedas. (1)
Gonzalo de Yepes viene de Toledo con sedas hasta la feria y suele hospedarse en la casa de una señora que tiene telar y una muchacha que lo trabaja entre miradas y silencios. Toledana es también, huérfana además y, desde que llegó a Fontiveros no quita los ojos de las madejas. Hermosa y pequeña, Catalina Álvarez anuda los hilos en su taller con el propósito de anudar también un día los hilos de su vida.
Es pobre.
Y a los pobres de aquella Castilla no les estaba permitido tener grandes aspiraciones. La sociedad, a riesgo de ser simplistas, estaba levantada por tres grandes columnas: los nobles, la Iglesia y el estado llano.
Nunca, en un espacio tan pequeño, se acumularon tantas desigualdades, ya que los primeros títulos de la nobleza (conde de Benavente, duque de Osuna, de Medina Sidonia…) tenían una renta anual promedio de ciento cincuenta mil ducados-oro y un obrero, trabajando trescientos días al año, percibía en el mismo período sesenta ducados en concepto total. Por otra parte la Iglesia, escalonada en riquísimos arzobispados, como los de Toledo y Sevilla u anexada al caballo de la Reconquista, gozaba de parecidos privilegios económicos a los de la nobleza. Luego, estaban los pobres.
A pesar de las ordenanzas municipales o la ley del mismo Carlos V, promulgadas en 1540, proscribiendo la mendicidad en las calles, hasta bien entrado el siglo XVII, el concepto de pobreza en España estaba amparado por la ética medievalista en su mutilación evangélica. Socialmente, la pobreza era equivalente a una gracia divina que permitía al rico ejercer la caridad y, de ese modo, tener asegurado el difícil Paraíso.
Sin entrar en más detalles, podemos decir que Catalina Álvarez no está aún en esa categoría de pobres que necesitan de la caridad para sobrevivir, aunque tampoco gana sesenta ducados al año. Vive de su trabajo, con esta señora viuda, cuando se cruzan sus esperanzas con las del joven Gonzalo de Yepes que, contrariamente a ella, tiene escudo, linaje y holgadas rentas que recibe por administrar los negocios de su familia dedicada, en parte, al comercio de las sedas.
Algunos de sus tíos, como Alonso Martínez de Yepes, Pedro Robles de Yepes y Sebastián Soto de Yepes son canónigos de la catedral toledana. Gonzalo tiene también un hermano médico en Gálvez y otro arcediano en Torrijos.
Pretender casarse en la España de entonces –y hasta no hace mucho— con alguien de diferente condición social era una meta inalcanzable. La España de la conquista y del esfuerzo era también la España de hidalgos y quimeras.
Catalina Álvarez, pobre y huérfana, sólo tiene sus manos de tejedora y la generosidad de una viuda que advierte a Gonzalo el descalabro de un amor imposible: conoce a su familia y sabe bien que no admitirán una boda que vaya en desmedro de sus escudos. Pero Gonzalo desoye los consejos de la buena señora como cualquier muchachón enamorado…
Amar es tan difícil que, cuando llega su fuego, uno sabe muy bien que nunca podrá quemarse de otro modo. La vida tiene su hora en cada esquina, en cada esquina su indiferencia: toda la muerte acecha si dejamos pasar lo que sólo pasa una vez…
Catalina y Gonzalo están dispuestos a morir, pero abrazados, que debe ser como pintar el arco iris y encerrarse dentro. Gonzalo pierde empleo, fortuna y familia, pero encuentra a Catalina envuelta en sedas: las que tejen sus manos y las que Dios ha comenzado a tejer en su vientre.
EL DUENDE