Las cosas más sencillas, las de ver cada día, son las que menos sabemos explicar, como el crecimiento de una flor o la perfecta simetría de unos pájaros en vuelo. Igual que Dios, los pensamientos acuden por una sobredosis de deseos inevitables cuya respuesta es la ambición o la duda, nunca certezas definitivas. Queremos saber y el pecho, emocionado, no nos deja atravesar la raya de aquel conocimiento que siempre está más allá por mucho que dejemos atrás los horizontes.
Sin ir más lejos, todo ser humano se interpela la presencia de Dios en su vida. Algunos para ofenderle, otros pretenden ignorarle, muchos se adentran en la espuma del misterio y salen transformados por una blancura imposible que les empuja a seguir, dulcemente. Dios, aunque según San Agustín está dentro de nosotros, no conseguimos descifrarlo en la brevedad de estas orillas. Vivimos la Edad de las Preguntas y tras la muerte aguardamos, en palabras de Suárez González, la Edad de las Respuestas.
Las palabras, sin embargo, cuando se escriben dejan una cicatriz en el papel o en la pantalla del ordenador y, si son poéticas, emiten sonidos para que bailemos mientras tanto con los sueños.