El dimitido obispo de Málaga Don Ramón Buxarrais ya lo había advertido: “Dios nos libre de los pregones y de los pregoneros”. Ahora es tiempo de pregones a los que, por componendas sociales, es necesario asistir como penitencia cuaresmal.
Quizá los que amamos la literatura seamos demasiado exigentes a la hora de requerir un mayor empeño cultural y de síntesis en estas soflamas de gramática bastarda y desconsiderada. Es inevitable permanecer en los sitios señalados o exponerse a las críticas de los que aguardaban nuestra mejor presencia.
Suelen comenzar los pregoneros con un exordio de agradecimientos histriónicos que levantan a las lágrimas de su reposo, obligándolas al imprevisto desnivel de las mejillas. Luego siguen nombrando, como una exhalación, a “mi” Virgen, o a “mi Cristo”, a los que apenas si durante el año visitan y de cuyo seguimiento revelan en su andar diario la torpeza. Ahora se ha puesto de moda, además, músicas intermedias que los alargan sin remedio entre bostezos.
Yo también he sido pregonero. A los veinte minutos agradecía la presencia de los asistentes… y ellos, con inmenso reconocimiento, descansaban.