Pobre niño rico

10 de junio de 2025
3 minutos de lectura
Elon Musk. | Fuente: EP

El hombre más rico del mundo se ha convertido en un apátrida que no podría volver a su país de origen en las circunstancias actuales

VÍCTOR BELTRI

“Este proyecto de ley enorme, escandaloso y lleno de porquerías del Congreso es una aberración. ¡Va a aumentar el déficit a 2.5 billones de dólares! Están llevando al país directo a la quiebra”, publicaría Elon Musk en su cuenta de X, el 5 de junio a las 12:15. “¿Es momento de fundar un nuevo partido político que represente al 80% que está en medio?”, sugeriría a las 13:57.

“Elon ya me estaba hartando”, comentaría Trump a las 14:37. “Le pedí que se hiciera a un lado, quité el apoyo a los autos eléctricos que forzaba a comprar autos eléctricos que nadie quería (y él lo sabía), ¡y se volvió loco!”. “La forma más fácil de ahorrar dinero en el presupuesto, billones y billones de dólares, sería suspender los subsidios gubernamentales y los contratos con Elon. Siempre me sorprendió que Biden no lo hiciera”, afirmó. “Vaya mentira descarada”, respondería Musk unos minutos más tarde. “Esto sólo se pone cada vez mejor. Anda, atrévete. Hazme el día…”, retó, como si se tratara de cualquier ciudadano, al mandatario estadunidense.

“Momento de soltar la bomba realmente grande”, publicaría minutos más tarde en la red social más influyente del mundo. La misma que compró, con la única intención de adquirir una relevancia que sólo podía brindarle el dinero. “Donald Trump está en los archivos de Epstein. Ésa es la verdadera razón por la que no se han hecho públicos. ¡Que tengas un buen día, DJT!”, publicó con la clara intención de dinamitarlo todo.

La noticia cayó como una bomba, efectivamente, y en unos instantes habría de ocupar los titulares del mundo entero; el punto de interés, sin embargo, no sería tanto la posible implicación del presidente en el escándalo de marras, sino la bajeza de quien lo acusaba sin ofrecer pruebas. Pruebas que, de existir, habrían sido utilizadas por sus adversarios hace tiempo. “Marquen este mensaje para el futuro”, indicó a continuación. “La verdad habrá de revelarse”, aseguraría sin dudarlo.

Algo pasó en ese momento. Algo pasó, justo en aquel momento, y la maquinaria comenzó a moverse. Algo se rompió, también. El gobierno federal decidió intervenir en Los Ángeles, y la opinión pública se volcó sobre las protestas en las calles; el mandatario emitió un memorando presidencial ordenando la presencia de 2 mil soldados para contener una supuesta insurrección, y las acusaciones de Musk —que desde un principio se advirtieron como un acto de despecho, rayando en lo infantil— no rebasarían la barrera mediática de las 48 horas en el ojo público.

El magnate borraría sus mensajes al cabo de unas horas, sin explicación alguna: la resaca suele ser dolorosa, y Musk parecería haberse dado cuenta de que nunca será tan poderoso como el presidente de EE UU, ni —mucho menos— tan rico como la nación que el mandatario representa. Por mucho que haya contribuido a su victoria, por mucho que considere que se le debe favor alguno. El hombre más rico del mundo se ha convertido en un apátrida que no podría volver a su país de origen en las circunstancias actuales, mientras que ha logrado concitar a los peores enemigos en el país que en algún momento lo albergó, pero nunca dejó de considerarlo como un oportunista. Le quedaría Canadá por parte materna, pero las heridas que ha causado siguen muy recientes todavía: Elon Musk, por mérito propio, sería considerado en cualquier nación como un traidor. Peor aún, como un traicionero.

“Elon ya me estaba hartando”, aseguró Donald Trump horas antes de que Musk soltara la bomba que borraría al encontrarse en sus cinco sentidos; “Elon nos ha hartado a todos”, podría interpretarse la respuesta de la comunidad internacional ante lo que no puede considerarse sino como un exabrupto más de un pobre niño rico. Los halcones, mientras tanto, afilan sus garras —y exigen su deportación— mientras aprovechan la oportunidad y endurecen su postura contra los migrantes y las ciudades santuario más emblemáticas. La “bomba realmente grande”, por lo visto, cayó en el lugar equivocado: a los pies de Elon Musk, y —por desgracia— en las faldas de México.

*Por su interés reproducimos este artículo de opinión de Víctor Beltri publicado en Excelsior.

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