El cementerio de Pére-Lachaise es como la plaza de Pigalle sin copas, sin tazas de café ni punturas que derramaran desencantos. El metro llega hasta la misma puerta y salen a recibirte el moribundo perfume de los cipreses y los espectros de Moliére, como un avaro mal vestido, que señala el sitio donde canta Edith Piaf, gracias a que Chopin, algo más arriba le pasa sus partituras con disimulo.
Tres-cuatro veces en quince años he reservado una mañana de París para beberme con Oscar Wilde la postrera copa de champán en los bordes de su mármol frío. Recordar juntos la importancia de llamarse Ernesto y el señuelo de llevar siempre un clavel teñido de verde en la solapa: Es para que la gente se pregunte qué significa esa rareza y se haga mil proposiciones, sin ni siquiera ocurrírsele que en verdad no significa nada…
En Pére-Lachaise recobran sus carnes los huesos de la dulce memoria. Gatos en todas las esquinas vigilan las lápidas anónimas sin una flor, acaso sin plegarias.
Los cementerios nos aguardan a la puerta con un ramo de violetas escondido entre las rejas que dan paso al silencio. Las violetas significan la transparencia de la virtud y del recuerdo. Algunos sólo podrán ser recordados por el cinismo más pernicioso que jamás se haya visto en los gobiernos de España.