El turista no destila cultura, la consume y devora. Es una masa anónima, una plaga indiferente que todo lo invade, sin importar el lugar en que se halle. Ignora a los que hacen del entorno el sitio habitable.
Ellos permanecen mientras la multitud se aleja con la misma insensibilidad en busca de plazas que puedan ser de nuevo pisoteadas. Es una espiral absurda que no aporta conocimiento, salvo en la propaganda viciada de las agencias guiadas por las leyes del mercado y el ocio vivido de formas similares.
Estuvimos en los destinos de encuentro pero allí no nos hallamos. En esa vorágine, sin causa o propósito, solo un sacerdote dispone cada objeto y su razón de ser en su sitio.
Ajeno a la muchedumbre que circunvala el templo sagrado (y cuyo destino debería ser otro), fija su corazón y mente contemplando algo que solo él percibe y que no puede ser incluido en ningún folleto de viaje.
Dios puede parecer extraño en su propia casa. Nadie parece percibir el gesto, y el volumen infecto continúa su serpenteante paso por el lugar de culto. Los móviles dejaran constancia que una vez allí estuvieron, y serán olvidados junto a tantos otros.
Confieso que siento una extraordinaria vergüenza, que no soy ajeno al resto, y opto por marcharme, y pienso que de todas las voces la única que merece ser escuchada es la suya.