A veces vivimos con indiferencia, casi sin darnos cuenta. Con la sensación de que el lugar donde habitamos nos es ajeno, y que nada de lo que sucede a nuestro alrededor nos incumbe. Como si los acontecimientos fueran provocados por otros y para aquellos otros. Todo lo de fuera es impropio, como los lugares que recorremos en circuitos estivales. Construimos un mundo para nosotros que abarca solo lo nuestro. Los demás interesan si sirven a nuestros propósitos, medidos siempre exclusivamente desde la propia perspectiva. Somos el centro de lo que sucedió y de todo lo que vendrá posteriormente. El individuo se alinea voluntariamente y adquiere la cómoda posición del espectador. Procura que nada lo inquiete y pasa con facilidad de un asunto a otro siempre que sea propio.
Las redes favorecen a ello. Se tiene la impresión de estar conectado, pero fuera del espacio minúsculo de los instrumentos que manejamos no nos encontramos en ningún sitio. Conciencias adormecidas en un “me gusta” o en un “compartir”, como si ello fuera suficiente para transformar la realidad que nos toca en suerte. Somos participativos virtuales, en realidad apenas algo. Mutamos en breves espacios temporales brincando de un sentimiento o de una sensación a otra. Son cambios de pantalla tan inofensivas que parecen distintas cuando en realidad son iguales. Muestran en directo lo que a otros va sucediendo, pero nosotros no estamos allí, ni consideramos remotamente la posibilidad de sustituir a los que nos brindan el espectáculo. En todo caso, cuando algo grave sale a nuestro encuentro, no debemos ocuparnos ni apurarnos, lo veremos con mayor nitidez una vez conectados de nuevo a las redes sociales.
Que verdad todo lo que dices , y que poco ayudan las redes , aunque sea doloroso o feliz lo que ocurra nunca es lo mismo compartirlo en persona