¡Tan bella, como injusta!

26 de noviembre de 2025
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Bella sin alma: Crónica de una Jueza en Torenza cuya Hermosura es Directamente Proporcional a la Injusticia de su Proceder

«Cuando la balanza de la justicia se inclina por un prejuicio de nacimiento – nacer varón – , el proceso deja de ser un rito sagrado y se convierte en una farsa estridente, donde la única ley es el volumen de la voz», Doctor Crisanto Gregorio León

Reflexiones sobre el Sistema de Torenza

Es menester reconocer el genio administrativo que ha permitido a Torenza alcanzar el nirvana de la eficiencia judicial. ¡Ja!  La Presidencia del Tribunal no es una tiranía; es una visión de la productividad.  ¡Si, como no! ¿Para qué gastar recursos vitales, tiempo de la corte y tinta en analizar voluminosos expedientes si la Verdad ya está definida por una convicción tan inamovible como las leyes de la física? ¡Así creen! Torenza ha abolido la ineficiencia que supone buscar la justicia, sustituyéndola por la celeridad procesal que se logra al eliminar el contenido y el debate. !El debacle!

En este país de ensueño legal, el gran servicio de la Judicatura es liberar a los abogados defensores de la agobiante tarea de argumentar. Ella los convierte en maestros del silencio contemplativo, en filósofos del mutismo, cuyo único deber es asistir a su propia devaluación profesional con una dignidad forzada. Es la única nación del mundo donde la justicia no es ciega, sino que está llena de legañas y conjuntivitis. Torenza es, pues, el espejo deformado de cualquier ordenamiento jurídico donde la ideología ha secuestrado la Carta Magna, permitiendo que un prejuicio individual se eleve a categoría de Jurisprudencia Máxima. ¡Qué prodigio de la impunidad de la arrogancia!

La Inversión del Principio y la Carrera de Obstáculos

La verdadera patología del Tribunal de Torenza reside en una máxima que invierte el sentido común y la ética: si uno busca soluciones éticas, seguramente las encontrará, pero si uno solo busca obstáculos insanos, la lista será inagotable. En Torenza, la Judicatura y la Fiscalía no abren los expedientes bajo la óptica de la inocencia, como exige el principio fundamental del derecho constitucional; por el contrario, leen y analizan el expediente bajo el arbitrio inexorable de la culpabilidad preestablecida.

De este modo, se ha invertido el derecho fundamental del principio de inocencia. Pero este cometido no es un simple deber legal; se convierte en una carrera de obstáculos maligna, un diseño perverso para garantizar el fracaso. A cada intento de la defensa de aportar claridad, el tribunal responde erigiendo nuevas barreras mentales y físicas: alambradas de púas procesales, precipicios de interpretaciones bizarras (extrañas, insólitas) y cercas elevadas de formalismos estériles. El único objetivo de esta agotadora coreografía judicial es que el acusado y su defensa queden exhaustos, que se den por vencidos y que el acusado termine por renunciar a la posibilidad de probar su inocencia.

Esta dinámica de poder refleja la filosofía más bizarra (en sentido anglo, no en el sentido español) y macabra de Torenza: aquella donde la posición autocrática anula la ley. Como en la oscura máxima que rige sus élites: en casa de mujer rica, ella manda y ella grita. En la corte, esta voluntad impuesta es el cetro de la voz que garantiza la crueldad y la condena previa al acusado, en una película maligna de Cumbres Borrascosas para aplastar al hombre por el solo hecho de ser hombre.

El Sacrilegio Contra la Palabra y la Afonía Jurídica

La Presidencia del Tribunal se ha aferrado a su cargo con la tenacidad de un molusco a una roca. Su estrategia es lograr que los abogados se conviertan en eunucos intelectuales, castrados de la voluntad de argumentar para facilitar la crueldad de la Presidencia del Tribunal.

Mediante la intimidación, logra la ablación funcional del aparato fonador de la defensa. Con gritos estridentes y gesticulaciones, somete a la defensa a un estado de afonía jurídica y anulación cognitiva, obligada a ser una entidad callada, triste y sin ímpetu para defender nada. Al exigir el silencio total, perpetra un sacrilegio contra la palabra.

El resultado es que la defensa se convierte en un monigote procesal, una figura inerte o un maniquí. Su participación activa es, de hecho, tomada por el tribunal como un irrespeto. El juicio se vuelve un mero trámite para imponer la prepotencia y el prejuicio, destruyendo la dignidad procesal en un acto de voluntad tiránica.

El fenómeno de la Honorable Jueza Clotilde, en el pintoresco, aunque profundamente desmoralizado, país imaginario de Torenza, representa una escuela de estudio sobre la perversión caprichosa del poder judicial. Ella es una mujer de apariencia hermosa, cuya belleza externa se ve afeada y desfigurada por su proceder injusto y caprichoso, y por no actuar conforme a la filosofía que consagra el derecho fundamental a presumir la inocencia.

Seguramente tendría una fila india de idílicos enamorados, pero su papel aceptado y asumido de jueza injusta, aleja de ella toda admiración a la belleza. Esta práctica se funda en lo que podemos denominar una sororidad perversa; es decir, una alianza ideológica que utiliza el poder judicial para la discriminación sistemática. Su método ha simplificado las complejidades del proceso hasta un punto de rigidez dogmática, fundando su jurisprudencia en una única premisa: si es hombre, es culpable.

En la sala de audiencia de la Jueza Clotilde, el «principio universal de inocencia» es una antigualla legal que no tiene cabida en su estructura mental. Para ella, el inicio del juicio no es la resolución de una duda, sino la ejecución de un dogma de fe inamovible, una condena pre-concebida que rige cada instante del proceso. Su mente, en una arquitectura procesal de rara inmovilidad, ha concebido que la masculinidad es un agravante per se, haciendo innecesaria la labor de analizar actas, cotejar pruebas o siquiera considerar la defensa. Su dogma es una paradoja de la negación: niega la evidencia del caso particular para afirmar la universalidad de un prejuicio, invirtiendo la carga de la prueba hasta convertirla en una pena anticipada.

La Jueza Clotilde no desprecia el poder que se deriva del Derecho, sino que desprecia los derechos de los hombres, del varón, del masculino de la especie; ella practica una manifestación del Síndrome de Hubris (la soberbia desmedida, el orgullo extremo que lleva a la transgresión de los límites éticos y legales) judicial, un exceso de soberbia que transforma la toga en armadura y la ley en un látigo personal.

Ella no busca la verdad, busca la ratificación de su convencimiento injusto y desproporcionado, ejecutando una sentencia que lleva impresa en la propia toga. Su sala no es un templo de justicia, sino una cámara inquisitorial moderna, donde la duda es herejía y la prueba de descargo es sedición.

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