Era una carrera contra el tiempo y contra su propio cuerpo. «Un título está bien, pero yo lo que quiero es ser feliz», reconoció Nadal. «Cambiaría ganar la final por un pie nuevo», fueron las palabras más dolorosas pronunciadas por el español, al que nunca se ha escuchado tan triste y alicaído como en las últimas semanas, informa Enrik Gardiner.
Comentaba Carlos Moyá, compañero de mil batallas de Rafael Nadal, que de ganar este Roland Garros sería el «más difícil» de todos. ¿Por qué? La explicación hay que buscarla en el 12 de mayo, el día que el español perdió en los octavos de final del Masters 1.000 de Roma contra Denis Shapovalov. Una derrota preocupante, no solo porque suponía la primera vez en su vida que llegaría a París sin un título en la gira de arcilla, sino porque también se iba renqueante de la pista, cojeando ostensiblemente por esa lesión crónica en el pie que le atormenta desde 2004.
Al salir de Roma, pensar en ganar el Decimocuarto era una utopía. Además, el cuadro y el sorteo le hizo una mueca de burla más. Mismo camino que Novak Djokovic y que el mejor jugador de la gira, Carlos Alcaraz. Se podría enfrentar al serbio en cuartos y al murciano en semifinales. Al entrar a Roma, pensar en el Decimocuarto era una utopía, al aterrizar en París, era poco más que una locura.
Era un relato dramático el que se escribía en la biografía de Nadal. Un giro en un año hasta el momento fantásticos. El pie lo estaba cambiando todo. Se había pasado del mejor inicio de temporada de su carrera, con 20 victorias seguidas y tres títulos -Melbourne, Australia y Acapulco-, a ver la retirada a la vuelta de la esquina. Más cuando antes de los cuartos contra Djokovic dijo que nunca se sabe cuándo podría ser su último encuentro en París. El miedo ante una derrota y no volver a ver a Nadal en la arcilla parisina aumentó. Y ahí, cuando la fe en el balear estaba bajo mínimos, comenzó el milagro.
Triunfo ante Djokovic, vengada la derrota en 2021 y bendición del serbio. «No me sorprende la recuperación de Nadal. Ha pasado muchas veces antes», matizó el de Belgrado, con el número uno perdido y la certeza de que esa derrota en cuartos le iba a costar ver alejarse un poco más al manacorense en la pelea por ser el mejor de la historia.
Esa final anticipada ganó enteros cuando Alexander Zverev se lesionó de forma trágica en semifinales, destrozándose los ligamentos del tobillo, y cuando Casper Ruud no dio el tipo en el partido definitivo. No fue su culpa, antes que él, otros trece valientes cedieron en el mismo intento.
El futuro
Nadal levantó el Decimocuarto con muchas voces apuntando a una retirada próxima. Incluso, en las horas antes del partido, se rumoreó en los medios franceses que daría una rueda de prensa el lunes para anunciar algo importante. Su jefe de prensa lo desmintió al momento. Tampoco se vio a Roger Federer por la Philippe Chatrier, pese a que se fantaseaba con que el suizo le diera el título a Nadal en la ceremonia de trofeos. Finalmente fue Billie Jean King, ganadora de doce Grand Slams e impulsora de la igualdad en el tenis, la que le entregó la Copa de los Mosqueteros, esa que ha ganado en catorce ocasiones.
«Voy a luchar por volver a aquí el máximo de años», aseguró con la pista rendida a sus pies. A sus 36 años recién cumplidos hace dos días, Nadal llega a Wimbledon con los dos Grand Slams en el bolsillo, algo inédito en su carrera.
Su final solo lo conoce él. No será repentino, como muchos opinaban. No será inmediato. Tocará parar, refrescarse, dosificar. Dejar a un lado torneos más importantes para seguir teniendo opciones en los Grand Slams y, sobre todo, en París, el fetiche de su carrera.
El lugar al que siempre que vuelve es feliz. Porque desde que debutó un 24 de mayo de 2005 ante el alemán Lars Burgsmuller, Nadal solo se ha ido triste de Roland Garros en cuatro ocasiones. Tres por derrota y una por lesión en la muñeca. Si hay un lugar en el mundo más ligado a Nadal por la felicidad, junto a su Manacor natal, ese es París. Y que esto dure para siempre.