El vals de El Gatopardo. Su aparición luminosa en Ocho y medio, mientras Mastroianni la observa fascinado por encima de las gafas de sol. O la princesa cautivadora de La pantera rosa. Son algunas de las imágenes que Claudia Cardinale, fallecida este martes a los 87 años, deja en la historia del cine.
Las tres películas se estrenaron en 1963. Estar en todas ellas, al mismo tiempo, en salas de todo el mundo da una idea del impacto que supuso su irrupción. Bastaría con una sola para consagrarla como estrella. Ella rodó 130 filmes más y se convirtió en un mito del cine mundial en la época dorada del cine italiano.
Trabajó con Visconti, Fellini, Germi, Monicelli, Leone, Gance, Edwards, Hathaway, Brooks… Con su muerte se va una de las últimas grandes actrices italianas de esos años. Solo queda Sophia Loren, según informa El País.
Cardinale murió en su casa de Nemours, cerca de París, según anunció su agente, Laurent Savry, a la agencia AFP. Se había instalado allí hacía tiempo, ya que Francia fue uno de los tres países de su vida. Los otros eran Italia y Túnez, donde nació en 1938, en una familia de inmigrantes sicilianos. Y recordaba en numerosas ocasiones que su primer recuerdo fue la llegada de los soldados americanos durante la guerra.
En febrero de este mismo año, en una entrevista con El Mundo, confesaba:
«Túnez es el país que amo más. Lo admito. Amo a Francia, amo a Italia, pero Túnez sigue siendo el país que llevo en mi corazón»
Allí había crecido, en La Goulette, barrio de veranos compartidos por musulmanes, judíos y cristianos. Allí volvió, interpretándose a sí misma, en la película Un verano en La Goulette (1996).
En Túnez la descubrió el cine gracias al director francés René Vautier la vio frente a su colegio y quedó fascinado. “Se me acercó y me dijo si podía hablar con mi padre”, contaba en una entrevista. La fichó para un cortometraje, Les Anneaux d’or, premiado en Berlín. Poco después ganó, sin saberlo, un concurso de belleza, proclamada la más guapa de Túnez.
El premio era un viaje a la Mostra de Venecia. Allí, en 1957, empezó todo. Ante los fotógrafos decía que no quería hacer cine, pero en el festival vio una de sus primeras películas en pantalla, Las noches blancas, de Visconti. Tres años más tarde trabajaría con él en Rocco y sus hermanos. El maestro fue uno de los primeros en descubrir su talento dramático.
Con 20 años debutó en un largometraje. Fue en Rufufú (1958), comedia de Monicelli sobre ladrones patosos. Y, aunque apenas aparecía unos minutos, era una presencia arrolladora. Luego confesó que hablaba italiano con dificultad y que en el rodaje “pensaba que discutían”, porque no entendía los gritos. Aun así, llamó la atención de todos.
Ese mismo año dio a luz a su primer hijo, fruto de una violación. Y durante años tuvo que presentarlo como su hermano. Habló abiertamente de este capítulo en una entrevista en el periódico Il Corriere y compartió el momento en el que hizo saber a su violador que estaba esperando un hijo suyo:
«Cuando ese hombre se enteró de mi embarazo, volvió y me exigió que abortara. ¡Ni por un momento pensé en deshacerme de mi criatura! Lo hablé con mis maravillosos padres y con mi hermana Blanche y decidimos que mi hijo crecería en la familia, como un hermano menor»
Pero ella decidió rodar tres películas ocultando el embarazo, hasta que se notase. Luego se lo contó a Franco Cristaldi, productor de Rufufú, convencida de que la despediría; pero él le pagó un viaje a Londres para dar a luz en secreto. Años después se convirtió en su primer marido. Más tarde, tras separarse, fue pareja del cineasta Pasquale Squitieri, con quien tuvo otro hijo.
Antes de su gran año, 1963, ya había filmado títulos esenciales: Un maldito embrollo (1959), de Germi; El bello Antonio, de Bolognini, junto a Mastroianni; La chica con la maleta (1961), de Zurlini; y, sobre todo, Rocco y sus hermanos. Su versatilidad quedó clara y todo lo hacía suyo. Desde dramas intensos, pasando por papeles melancólicos, hasta llegar a la comedia ligera.
Fellini la convirtió en sí misma en Ocho y medio, donde aparecía alegre y natural, casi como en la vida real. Algunas escenas reproducían conversaciones entre ambos, que en la pantalla pasaban al alter ego de Fellini, interpretado por Mastroianni.
Al mismo tiempo, Visconti la consagró con El Gatopardo. Allí bailó con Burt Lancaster, en una de las escenas más bellas de la historia del cine, mientras Alain Delon observaba en segundo plano. Lo increíble es que rodaba ambas películas a la vez, viajando de Sicilia a Roma. En una era rubia; en la otra, morena.
Ese mismo 1963 saltó a Hollywood con La pantera rosa, de Blake Edwards. Allí se mostró cómica, encantadora, distinta. Trabajó con John Wayne, Sean Connery, William Holden, Henry Fonda, Orson Welles, Anthony Quinn, Laurence Olivier… Nunca se dejó atrapar del todo por la industria estadounidense. Siempre volvía a Europa.
En América firmó títulos memorables como Los profesionales (1966), de Brooks, o Hasta que llegó su hora (1968), el wéstern definitivo de Sergio Leone, rodado en España. Más tarde fue la musa desgarrada de Fitzcarraldo (1982), de Herzog, y coprotagonizó Las petroleras (1971), junto a Brigitte Bardot, en plena rivalidad de sex symbols europeos: BB contra CC. Y uno de sus últimos papeles fue en El artista y la modelo (2012), de Fernando Trueba.
En la intimidad, rechazó amores célebres como Mastroianni, Delon, Brando… Siempre eligió la amistad. De Chirac desmintió entre risas cualquier rumor y defendió su independencia: “La palabra indomable me está bien”. Así tituló su hija el libro sobre su vida: Claudia Cardinale, la indomable.
Hoy, seis décadas después de El Gatopardo, Claudia Cardinale, a sus 87 años, ya no está. Se apaga una de las presencias más magnéticas y libres de la historia del cine.